El 3 de septiembre de 2022, el cardenal Gregorio Rosa Chávez cumplía 80 años y, un mes después, el papa Francisco aceptaba su renuncia como obispo auxiliar de San Salvador. Habían transcurrido cinco años desde que presentara la dimisión por límite de edad y, en todo este tiempo –como ya ocurriera tras superar “el susto y el desconcierto inicial” por su designación en 2017– el primer purpurado del pequeño país centroamericano ha seguido “con muy pocos cambios” en su rutina diaria. Eso sí, siempre fiel al espíritu y la memoria de su añorado monseñor Romero, y dispuesto a secundar el “compromiso insobornable del Santo Padre por impulsar reformas profundas en la Iglesia”.
PREGUNTA.- ¿Ha llegado al fin la hora de jubilarse o Francisco todavía le tiene reservado algún encargo?
RESPUESTA.- Cada cardenal recibe un encargo del Santo Padre. A mí me ha incluido en el grupo que apoya el trabajo del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Integral. Fuera de eso, me ha encargado varias misiones puntuales. La última, hace poco más de un año, presidir la beatificación de fray Cosme Spessotto, el padre Rutilio Grande y sus compañeros Manuel Solórzano y Nelson Rutilio Lemus.
P.- Es el primer purpurado en la historia de El Salvador y el único obispo no titular que es cardenal. ¿Cómo ha vivido y vive esta doble circunstancia?
R.- Como es algo inédito, jamás me pasó por la cabeza que podría suceder. En el libro-entrevista del padre Ariel Beramendi [‘Conversaciones con el cardenal Gregorio Rosa Chávez. Candidato al “Premio Nobel de fidelidad”’] cuento los detalles. Pasado el susto y el desconcierto inicial, sigo mi rutina diaria con muy pocos cambios.
P.- ¿Sigue pensando que el “mérito” es de monseñor Romero, que el suyo es un cardenalato póstumo para el santo mártir?
R.- El papa Francisco ha confirmado en diversas ocasiones que la figura de Romero estaba detrás de esta decisión. Mucha gente, por su parte, ha añadido otros elementos que tienen que ver con mi vida y mi ministerio. Pero es evidente que, en mi nueva situación, la figura predominante es la de nuestro amado profeta, pastor y mártir.
P.- ¿Qué hubiera opinado él de las reformas emprendidas por Francisco? ¿Y de las resistencias que encuentra dentro de la propia Iglesia?
R.- Cuando uno lee las homilías de monseñor Romero y las compara con el magisterio del papa Francisco, encuentra muchas coincidencias. Ambos sueñan con una Iglesia que sea realmente –como reza el título de la segunda carta pastoral de Romero– “el Cuerpo de Cristo en la historia”. Por tanto, estaría feliz al conocer este compromiso insobornable del Santo Padre por impulsar reformas profundas en la Iglesia. En la homilía dominical pronunciada la víspera de su martirio, nuestro santo dijo: “Ya sé que hay muchos que se escandalizan de estas palabras y quieren acusarla [a la Iglesia] de que ha dejado la predicación del Evangelio para meterse en política, pero no acepto yo esta acusación, sino que hago un esfuerzo para que todo lo que nos ha querido impulsar el Concilio Vaticano II, la reunión de Medellín y de Puebla, no solo lo tengamos en las páginas y lo estudiemos teóricamente, sino que lo vivamos y traduzcamos en esta conflictiva realidad de predicar como se debe el Evangelio para nuestro pueblo” (‘Homilía’, 23 de marzo de 1980).
P.- Como latinoamericano también, ¿ha sentido que a Francisco no se le tiene la debida consideración –incluso respeto– por su origen?
R.- Cuando yo terminaba mis estudios de filosofía, se celebraba en Roma el Concilio Vaticano II. Me parecía normal pensar que el centro de la Iglesia estaba en Europa y que aquí nos tocaba “copiar” lo que venía de allí. Éramos como un “espejo”. Eso fue cambiando, sobre todo, cuando, gracias a la Conferencia de Medellín (1968), nos dimos cuenta de que también aquí había una palabra que decir al viejo mundo. Y fue surgiendo una nueva corriente teológica y una nueva manera de ser Iglesia. El papa Francisco es como la expresión madura de esta experiencia eclesial. Él sueña con una Iglesia profética, “pobre para los pobres”, y el profetismo tiene mala prensa. (…)