Hoy se cumplen seis décadas de la promulgación por parte de Juan XXIII de la que sería su última encíclica
El 11 de abril de 1963, un Jueves Santo, el papa Juan XXIII –que fallecería 53 días después–, publicó su encíclica ‘Pacem in Terris’. Un texto “sobre la paz entre todos los pueblos que ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad” en un tiempo marcado por las tensiones de la Guerra Fría. Hoy, 70 años después de esta publicación, la polarización mundial y las sombras de guerra no se han disuadido. Por ello ‘Vida Nueva’ repasa cinco desafíos a través de una selección de un texto que, escribía Andrea Tornielli estos días en los medios vaticanos, es casi tan “actual” como “ignorada”. Para el director editorial del Dicasterio para la Comunicación el texto “conserva una fuerte carga de actualidad en este mundo de la guerra a pedazos que no logra ‘desarmar el corazón’”.
Puestos a desarrollar, en primer término, el tema de los derechos del hombre, observamos que éste tiene un derecho a la existencia, a la integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida, cuales son, principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la asistencia médica y, finalmente, los servicios indispensables que a cada uno deber prestar el Estado. De lo cual se sigue que el hombre posee también el derecho a la seguridad personal en caso de enfermedad, invalidez, viudedad, vejez, paro y, por último, cualquier otra eventualidad que le prive, sin culpa suya, de los medios necesarios para su sustento.
A la persona humana corresponde también la defensa legítima de sus propios derechos: defensa eficaz, igual para todos y regida por las normas objetivas de la justicia, como advierte nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII con estas palabras: “del ordenamiento jurídico querido por Dios deriva el inalienable derecho del hombre a la seguridad jurídica y, con ello, a una esfera concreta de derecho, protegida contra todo ataque arbitrario”.
La justicia, la recta razón y el sentido de la dignidad humana exigen urgentemente que cese ya la carrera de armamentos; que, de un lado y de otro, las naciones que los poseen los reduzcan simultáneamente; que se prohíban las armas atómicas; que, por último, todos los pueblos, en virtud de un acuerdo, lleguen a un desarme simultáneo, controlado por mutuas y eficaces garantías. “No se debe permitir -advertía nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII- que la tragedia de una guerra mundial, con sus ruinas económicas y sociales y sus aberraciones y perturbaciones morales, caiga por tercera vez sobre la humanidad”.
Además, así como en cada Estado es preciso que las relaciones que median entre la autoridad pública y los ciudadanos, las familias y los grupos intermedios, se regulen y gobiernen por el principio de la acción subsidiaria, es justo que las relaciones entre la autoridad pública mundial y las autoridades públicas de cada nación se regulen y rijan por el mismo principio. Esto significa que la misión propia de esta autoridad mundial es examinar y resolver los problemas relacionados con el bien común universal en el orden económico, social, político o cultural, ya que estos problemas, por su extrema gravedad, amplitud extraordinaria y urgencia inmediata, presentan dificultades superiores a las que pueden resolver satisfactoriamente los gobernantes de cada nación.
El bien común universal requiere que en cada nación se fomente toda clase de intercambios entre los ciudadanos y los grupos intermedios. Porque, existiendo en muchas partes del mundo grupos étnicos más o menos diferentes, hay que evitar que se impida la comunicación mutua entre las personas que pertenecen a unas u otras razas; lo cual está en abierta oposición con el carácter de nuestra época, que ha borrado, o casi borrado, las distancias internacionales. No ha de olvidarse tampoco que los hombres de cualquier raza poseen, además de los caracteres propios que los distinguen de los demás, otros e importantísimos que les son comunes con todos los hombres, caracteres que pueden mutuamente desarrollarse y perfeccionarse, sobre todo en lo que concierne a los valores del espíritu. Tienen, por tanto, el deber y el derecho de convivir con cuantos están socialmente unidos a ellos.
Hay que establecer como primer principio que las relaciones internacionales deben regirse por la verdad. Ahora bien, la verdad exige que en estas relaciones se evite toda discriminación racial y que, por consiguiente, se reconozca como principio sagrado e inmutable que todas las comunidades políticas son iguales en dignidad natural. De donde se sigue que cada una de ellas tiene derecho a la existencia, al propio desarrollo, a los medios necesarios para este desarrollo y a ser, finalmente, la primera responsable en procurar y alcanzar todo lo anterior; de igual manera, cada nación tiene también el derecho a la buena fama y a que se le rindan los debidos honores.