Más de 4.000 suicidios al año en España… Once al día. Este dato helador forma parte del último informe anual facilitado por el Instituto Nacional de Estadística (INE). Correspondiente a 2021, aún en plena pandemia del Covid, ese fue el año con más suicidios en nuestro país: 4.003. Aunque el siguiente dato intermedio, del primer semestre de 2022, es incluso más preocupante, con 2.015 ciudadanos que se quitaron la vida en nuestro país.
Especialmente grave es la situación entre nuestros menores. Según el último Estudio sobre Conducta Suicida y Salud Mental en la Infancia y la Adolescencia en España (2012-2022), de la Fundación ANAR, “el 70% de los estudiantes con ideación suicida declaró haber sufrido maltrato en el colegio”. Y es que, aunque las causas son siempre diversas hasta llegar a un momento de total desesperación, el bullying en los centros escolares, generalmente producido por compañeros del alumno, es la principal de todas.
Así lo atestigua la Organización Mundial de la Salud (OMS), que señala que, entre enero de 2021 y febrero de 2022, se detectaron 11.229 casos graves de acoso escolar en nuestro país, siendo España uno de los países europeos en los que esta lacra social tiene más incidencia.
Para tener un poco más de luz sobre este fenómeno nos dirigimos a la Universidad Pontificia Comillas, que cuenta con una Unidad Clínica de Psicología (UNINPSI). Dentro de su amplio equipo de terapeutas nos encontramos con el jesuita Pedro Mendoza, coordinador del Área de Vida Religiosa. Cuestionado sobre cuál es el mejor modo de abordar públicamente esta realidad, tanto en el ámbito de la educación como en el mediático, este reconoce que “hablar sobre suicidio genera casi siempre inseguridad o morbo y es, o ha sido durante épocas, un tema tabú”.
Pero, “en contra de lo que se ha dicho, uno de los factores, entre muchos otros, que determinan los episodios de ideación o conductas suicidas tiene que ver con un déficit en una buena comunicación. Por eso, una labor esencial en las aulas, en los entornos familiares y en los medios es poner el foco, no solo en el comportamiento suicida, sino sobre todo en la prevención”.
Para el jesuita, “esta pasa por una buena promoción de educación en valores y por una competente gestión de las emociones, que son una base privilegiada para aprender a comunicarnos bien. Y, en los medios, es necesaria una formación cualificada y seria sobre el tema, más allá de los estereotipos”.
Si la salud mental ya era un tema que desde hacía años preocupaba mucho en nuestro país, los expertos señalan que la pandemia del Covid y el consecuente confinamiento marcaron un hito de especial sufrimiento para muchas personas que venían arrastrando situaciones difíciles. Para Mendoza, “está claro que esto ha tenido una repercusión negativa en la salud mental. Tenemos estadísticas que nos muestran la alta incidencia en depresión y en ansiedad ocasionadas por el Covid, sobre todo en jóvenes por debajo de 30 años. Y, a raíz de la pandemia, parece que el número de suicidios ha aumentado de forma significativa, sobre todo entre los adolescentes”.
Teniendo en cuenta que la Iglesia está encarnada en todo tipo de iniciativas y estructuras (centros educativos, sanitarios, sociales, mediáticos…) en el conjunto de la sociedad, ¿cómo podrían adaptarse la institución y sus representantes a ese rol activo en la prevención contra el suicidio? “Mas allá de establecer estructuras eclesiales para el acompañamiento y la formación en prevención, intervención y postvención, creo que sería interesante recuperar narraciones donde las emociones y los sentimientos de sufrimiento, dolor total y tristeza honda son validados. Narraciones bíblicas donde recuperar las preguntas y respuestas de Job o Tobías sobre el dolor o los enfados del salmista con Dios ante el mal que sufre”.
Parece claro que esta cuestión debería estar de algún modo presente en la formación de los futuros pastores, así como en los colegios privados y concertados ligados a alguna entidad eclesial. Pero hay que ir mucho más allá: “La salud mental, en cierta manera, es un reflejo de la sociedad y la cultura en la que vivimos. No es solo cuestión de planes de formación en sacerdotes y religiosos donde haya contenido teórico sobre el tema en cuestión (que deben ofrecerse, por supuesto), sino una profunda formación afectiva que propicie un hondo conocimiento personal, que establezca bases para una buena comunicación intra e interpersonal y una gestión emocional acorde con una educación desde los valores esenciales que nos configuran como creyentes. Y todo esto debe ser arraigado desde los inicios, en los entornos esenciales de la persona: la familia y la escuela”.
Como concluye Mendoza, “quizá necesitemos aprender a gestionar y acompañar mejor el sentir la emoción, toda emoción (la pena y la alegría), y también la rabia, la agresividad y la tristeza honda que lleva al sinsentido y a la sensación de que el don de la vida ya se hace insoportable (aún, en algunos entornos nuestros esto es también tema tabú y se niega la posibilidad de expresión de estos sentimientos tenidos como menos edificantes, pero que es muy sanador). Ojalá, nuestra imagen de Dios nos muestre que en el suicidio Él está, sobre todo, sufriendo con nosotros”.
La teóloga y psicóloga Rosa Ruiz Aragoneses es la responsable de Investigación del Centro de Humanización de la Salud, que los camilos impulsan desde hace muchos años en la localidad madrileña de Tres Cantos. Por su propia experiencia y por la que cada día acompaña en el Centro de Escucha San Camilo, que dirige Marisa Magaña, señala las prácticas periodistas a evitar: “Hablar de un suicidio dando detalles, centrándose en el morbo de lo que sufría o de cómo lo hizo, de lo mal o bien que estaba su entorno…. Eso sí puede generar efecto llamada”. Por el contrario, “es bueno y conviene informar, que es más que dar cifras. Hay que hablar de esta realidad siempre desde un foco preventivo, ofreciendo recursos, ayuda, escucha y todos los números de teléfono gratuitos de 24 horas”.
Además, la psicóloga cree que “se da otro fenómeno que me preocupa y por donde creo que en toda la sociedad habría que hacer algo, empezando por los colegios: convivir con nuestras emociones y acoger la vida como un baile donde suenan músicas muy distintas y a veces toca reír y otras llorar”. De ahí que enfatice: “¡Estar triste no es indicio de un problema de salud mental, sino de ser sano! Porque hay situaciones en las que lo sano es responder con tristeza o con ansiedad o con angustia”.
A nivel espiritual, Ruiz percibe que “tener fe puede ser una gran ayuda en un momento de crisis y dificultad personal, siempre y cuando sea una fe saludable y sana. Porque tenemos que asumir que no todas las formas de creer son sanas… Desde la teología y la espiritualidad, necesitamos profundizar de verdad en formas de vivir la fe mucho más adultas y maduras, lo que supone cierto grado de salud mental. Y, desde luego, hablar cada vez más de una salud integral, que incluye la mental, pero también la espiritual, la relacional, la ética… La salud mental es mucho más que la ausencia de enfermedades mentales diagnosticadas”.
A modo de anécdota, recuerda que, “hace muchos años ya, en un colegio religioso concertado, se creó un problema con la comunidad religiosa del centro porque invité a una joven a formar parte de los grupos de fe y para tener algunos otros pequeños compromisos con los más pequeños del cole. El problema era que esta chica había sufrido anorexia y varios intentos de suicidio. Hoy, aquella muchacha es una feliz madre de familia y una mujer estupenda… Es un escándalo que gente de Iglesia rechace o ponga en duda por principio justamente a quienes luchan por salir de sus ‘propios demonios’ y necesitan ser acompañados para una vida sana, saludable también mentalmente”.
José Vicente Monteagudo Rodenas es autor del libro ‘Bioética y suicidio de adolescentes’, publicado por San Pablo dentro de la colección Bioética Básica Comillas (es licenciado en teología y máster universitario en bioética por la universidad jesuita). Por su experiencia y reflexión, tiene claro que “hay que hablar abiertamente de este problema para liberarlo de la estigmatización y del tabú que ha venido padeciendo, que solo provoca el tratamiento morboso y la frivolización, especialmente a través de las redes sociales. Eso sí, siempre debe ser tratado en los ámbitos adecuados, con la discreción que, en cada caso, sea necesaria y con la obligada delicadeza”.
En este reto, “es evidente que la Iglesia, dotada de tantos espacios, instituciones y personas dedicadas a la formación religiosa, académica y humana de los más jóvenes y cuya identidad se funda en la transmisión de un mensaje tan enriquecedor como el Evangelio, debe ser una aliada de la sociedad en el esfuerzo de prevención del suicidio”.
Un reto que entronca con su propia misión, pues la comunidad cristiana “debe acompañar a las personas en la idea de que la vida, aún con la parte de sufrimiento y conflictividad que lleva consigo, merece ser vivida y está cargada de esperanza. Por eso, quienes tienen o se preparan para realizar labores de educación y acompañamiento dentro de la Iglesia, deben formarse para que su ayuda al crecimiento espiritual y humano de otras personas tenga este carácter preventivo del suicidio”.
Y, cuando por desgracia se consuma un suicidio, la fe debe ser un paraguas que ampare a quienes permanecen y no encuentran respuestas a lo ocurrido: “De ahí la importancia de la preparación para acompañar en el duelo, sobre todo cuando este es especialmente doloroso en el caso de familiares y allegados de quien se ha quitado la vida”.