Como todos los acontecimientos históricos, también los viajes papales tienen su microhistoria, los detalles que le dan color y cercanía humana. En su visita a Hungría no podían faltar, siendo este un pueblo original, comunicativo.
Si no lo sabían, antes ningún turista hubiera podido conocer que Francisco iba a pasar tres días en Budapest: ni banderas, ni carteles anunciadores, nada que aludiese a la presencia de un huésped ilustre. Lo sabían los que tenían que saberlo y nada más.
Budapest, que es una ciudad organizada y funcional, sólo ha conocido algún corte de circulación para dejar pasar la comitiva papal: el minúsculo Fiat 500 acompañado por imponentes limusines. No ha habido ningún otro inconveniente y los ciudadanos lo han agradecido.
Me ha sorprendido, sin embargo, constatar que desde el extranjero han llegado a Hungría estos días personas con el deseo de ver al Papa. De los países limítrofes, por supuesto. Y, de modo especial, Polonia pero también norteamericanos de origen húngaro. E incluso españoles, pocos, pero con banderas nacionales.
No se ha producido el habitual negocio del “merchandising” o venta de objetos relativos a la visita, más bien horrendos o de pésimo gusto.
Un médico húngaro me hizo esta confidencia: “Es una pena que no haya tenido tiempo, pero al Papa le habría hecho mucho bien una visita a las famosas termas del Hotel Gellert con efectos muy benéficos para muchos tipos de enfermedades y con unos masajes terapéuticos de fama internacional”.