Verónica Nehama Masri valora inmensamente los cruces de caminos en los que uno crece a nivel humano, cultural y espiritual. Hasta el punto de que su propia vida, a veces por las circunstancias y otras por las elecciones propias, ha sido toda una encrucijada. Nacida en Alejandría (Egipto) en 1946, en el seno de una familia judía sefardita, en 1956, tras la Guerra del Sinaí, fueron expulsados del país. Con toda su vida apretujada a la carrera en unas maletas, pasaron unos meses en Italia.
Allí, niña aún, recuerda cómo “vi una iglesia por primera vez, impresionándome por su belleza y quedándome grabado el olor a incienso”. En 1957 debieron de acometer la siguiente etapa de su éxodo, llegando a Venezuela. En Caracas permanecería ocho años: “Como estudiaba en el Colegio Francés, que era católico, mis padres me mandaron a Francia a estudiar el último curso”. Desde ahí tuvo más cerca su siguiente destino, en 1965: España.
Y este ya sería el definitivo para ella: “Pudimos venir aquí gracias a una medida que había aprobado décadas antes Miguel Primo de Rivera [dictador militar entre 1923 y 1930], por la que se ofrecía el regreso a España de los sefarditas. Mi padre conservaba el pasaporte del abuelo, que se heredaba de una generación a otra y que acreditaba nuestra condición, así que nos instalamos aquí”. En Madrid, Verónica, cumplidos ya los 18 años, acabaría estudiando Magisterio y licenciándose en Ciencias Químicas por la Universidad Complutense. Fue en la facultad donde conoció al que sería su marido, José Antonio.
Tras un noviazgo feliz, cuando se plantearon la boda, ella le dijo que había “un problema… Recuerdo que se asustó y me preguntó si tenía hijos o ya estaba casada. Para su alivio, le dije que al ser yo judía y él católico, aunque no fuéramos muy practicantes ninguno, no sería fácil. Fue entonces cuando un sacerdote de la Parroquia del Niño Jesús nos dio la gran noticia. Nos dijo que el Papa había dado una dispensa para casos como el nuestro y podíamos casarnos”.
Entonces, ni siquiera sabían que el cura les estaba hablando de ‘Nostra Aetate’, uno de los principales documentos del Concilio Vaticano II y que testimoniaba una recuperada fraternidad con el resto de religiones, poniendo un especial énfasis en los judíos, a los que se considera ya como “padres en la fe” y no como un “pueblo deicida”. Entre sus frutos prácticos, se facilitaban los matrimonios con disparidad de culto. Entonces, ellos no eran conscientes, “pero fuimos uno de los primeros matrimonios de este tipo en España”.
Una ceremonia, eso sí, con muchas particularidades: “La boda se celebró en la parroquia madrileña de Nuestra Señora del Pilar, pero no se celebró en la iglesia, sino en la sala de música. Se hizo hincapié en lecturas del Antiguo Testamento y, aunque invitamos a un rabino a que estuviera presente, declinó venir. Se nos permitía casarnos siendo él católico y yo judía, pero en la ceremonia se dejaba claro que los hijos debían ser educados en la fe católica”.
Con los años, llegarían tres hijas, marcando su fe de un modo especial las abuelas, muy practicantes ambas de sus respectivas religiones: “Mi madre lo pasó algo peor… En nuestra religión, la identidad judía se transfiere por la madre, por lo que sentía que, de algún modo, conmigo se podía romper la cadena. Cuando nació la mayor, mi suegra apareció un día de pronto en casa y nos dijo que la había bautizado. Al principio, me dolió, pero al final se bautizaron las tres. Eso sí, nosotros siempre les dimos absoluta libertad y cada una eligió libremente su futuro. La mayor se casó con un católico y sus hijos están bautizados en la Iglesia. La mediana, más influida por mi familia, se casó en una sinagoga con un judío y sus hijos también lo son. Y la pequeña es la que menos se ha definido… Se casó por lo civil y su hija no está bautizada. Es abierta y respetuosa con todas las vivencias, sin definirse por una religión u otra. Llegado el día, su hija elegirá su propia confesión cuando tenga edad de decidir y lo hará según sus circunstancias vitales”.
Verónica, quien hace unos años enviudó, destaca como un valor “la tolerancia que siempre tuvimos en el matrimonio, considerando ambos que nos enriquecíamos respectivamente con la religión del otro. Compartíamos las principales fiestas religiosas de ambas religiones y, en las judías, él venía a mi casa, y al revés”.
Además, puesto que había aceptado que sus tres hijas se bautizaran, “decidimos que las tres estudiaran en el Colegio Judío de Madrid, cursando allí toda la EGB. Por cierto, cada vez me fui involucrando más en el centro y al final entré en él primero como profesora de francés y, al año y medio, ya era la directora, estando allí muchos años”. Otra experiencia que la enriqueció y que, insiste, vuelve a demostrar que donde hay tolerancia e ilusión por conocer al otro hay una profunda humanidad: “El 30% de los alumnos del Colegio Judío eran católicos… Sus padres valoraban el espíritu abierto del centro y agradecían conocer más otra religión”.
Y es que, como recalca esta escritora, que firma sus obras como Vera Nehama y que ha escrito ‘Las turquesas mágicas’ y ‘Las mujeres me dieron alas y los hombres, raíces’, en las que relata su vida y las de sus antepasados que fueron asesinados durante el Holocausto nazi, “la clave es siempre convivir con respeto hacia el otro. En el caso de judíos y cristianos, a ambos nos une un mismo tronco y no hemos de perder el tiempo en discutir, sino el valorarnos mutuamente en lo que somos”.