Siempre pródigo y prodigioso, Haruki (Fushimi-ku, Kioto, 1949) ha ganado el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2023, antesala –antes o después– del Nobel de Literatura, que llegará, sin duda, porque el novelista japonés es el reflejo del humanismo más contemporáneo y singular, el prototipo de la literatura más necesaria y trascendente. Suena excesivo, pero no lo es.
Murakami construye una narrativa aparentemente aleatoria, que fluye con una lentitud absorbente y acaba depositando en el lector una rara emoción, mezcla de la euforia por lo que se lee y de una angustia vital que se transmite a través de sus personajes: seres apegados a la soledad y condenados a la incomprensión, que viajan al fondo de sí mismos para encontrar –como Toru Okada, el protagonista de ‘Crónica del pájaro que da cuerda al mundo’– su propio brillo. Eso es: la salvación.
El gran escritor japonés actual en cierto modo lo reescribe en cada una de sus novelas, como ‘Tokio Blues’ –absoluta obra maestra– o ‘Kafka en la orilla’, con su aprensión por protagonistas que experimentan con desasosiego su desconexión con lo que les rodea y se lanzan en busca del horizonte. Es decir, de ellos mismos. A veces, resuenan las epopeyas de Walter Scott –ídolo de Balzac y Stendhal– y de R. L. Stevenson, pero, entre su innegable devoción por la literatura universal, toda su obra es a la vez un testimonio del Japón más sustancial.
Frente a ese mundo de “jazz, cerveza, cultura pop y bates de béisbol”, como describe su estética narrativa Carlos Rubio en ‘El Japón de Murakami’, hay también en sus libros un “cien por cien japonés”. En él está Natsume Soseki –su escritor favorito– y la complejidad de lo moral, pero Murakami corre también detrás de lo sagrado, de lo religioso, cuando construye esos mundos surrealistas y posmodernos, donde los personajes –y los lectores– acaban buscándose y encontrándose. El ensayista David C. Bates describe, en ‘Religion and the sacred in the works of Haruki Murakami’, cómo el novelista investiga en su propia identidad –en la “nuestra” en el fondo– como si buscara a Dios.
En ese escenario onírico en el que transcurren sus novelas, se superponen frecuentemente una “ficción que enmascara el cielo y el infierno”, al decir de Bates. Es un solo testimonio de que, como afirma el ensayista británico, “a lo largo de su carrera, Murakami a menudo ha incorporado una amplia variedad de ideas de todo tipo de sistemas religiosos, específicamente el budismo, el cristianismo y la mitología popular”.
Pero Murakami no es religioso. No lo es, al menos, como podría serlo Shusaku Endo, católico entre la marejada sintoísta, pero es indudable que su obra es una fervorosa vindicación del amor y del sentimiento de justicia, que contiene –y de modo abundante– un simbolismo que continuamente reta a sus numerosos lectores, porque lo sagrado nunca deja de habitar en lo inexplicable. Komugi, una de las protagonistas de ‘After Dark’, dice en un momento dado: “Dios lo ve todo. Y las cámaras digitales también”. Y así es, pero no nos damos cuenta