El 9 de junio de 1998 moría en Roma, a los 83 años, el cardenal italiano Agostino Casaroli, siendo un hombre clave en los pontificados de Juan XXIII, con el que lideró varas expediciones para buscar acuerdos en regímenes comunistas de la Europa oriental; Pablo VI, que en 1967 le nombró máximo responsable de la diplomacia vaticana; y, especialmente, de Juan Pablo II, siendo el secretario de Estado vaticano entre 1979 y 1990.
Dejó un legado propio como hábil diplomático, estando su tiempo entre otros dos personajes que dejaron su huella en las relaciones exteriores de la Iglesia: fue el sucesor de Jean-Marie Villot y el predecesor de Angelo Sodano.
Sin duda, su nombre está asociado a la ‘Ospolitik’, concepto con el que se identificó el modo en el que la Iglesia, progresivamente, supo estrechar lazos con diferentes regímenes comunistas de la Europa del Este, retomando relaciones diplomáticas con varios de ellos. Y todo en un contexto en el que la URSS se abocaba a su propio fin, que se desencadenó tras la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989.
De hecho, en esos meses de cambio de época, muchos vieron simbolizado el éxito en su apuesta por el entendimiento con una foto que dio la vuelta al mundo: la de Juan Pablo II y Mijaíl Gorbachov saludándose sonrientes el 1 de diciembre de 1989, en la que fue la primera visita al vaticano de un líder soviético.
Pero la impronta de Casaroli, que en 1971 fue el primer representante vaticano al pisar suelo soviético (estuvo en el Kremlin para firmar el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares), se empezó a notar mucho antes de Wojtyla, el papa polaco que para muchos fue el artífice indirecto de la ‘Perestroika’. Ya con Juan XXIII, en 1964, nos encontramos a este eclesiástico teniendo un papel clave en la descongelación de las relaciones vaticanas con Hungría, Checoslovaquia, Polonia o Yugoslavia.
Acuerdos que alentaban la visibilidad de la Iglesia tras décadas de persecución y ostracismo, pero que a su vez tenían un precio a pagar: la pérdida de una cierta independencia a la hora de nombrar el Papa a los obispos de los respectivos países. Algo similar a lo que ocurriría hoy en las relaciones con China.
Tal ‘finezza’ diplomática le llevó a ser señalado con saña por algunos de sus detractores, como el cismático arzobispo Marcel Lefebvre, quien le acusó de ser “masón”. Para otros, directamente, era “el cardenal que pactó con el diablo”.
Mañana, 9 de junio, se cumplen así 25 años de la muerte de un personaje clave en la historia contemporánea de la Iglesia. Y así lo reconoció entonces Juan Pablo II, que, en un mensaje al Colegio de Cardenales, valoró que “Casaroli era un diplomático capaz y apasionado por las relaciones de amistad entre los individuos y las naciones”. Así, “al hacer uso de sus grandes dotes humanísticas, dio pasos muy importantes para mejorar las relaciones de la Iglesia con los países de Europa del Este”.
Como se puede leer en el obituario que ese 9 de junio de 1998 le dedicó el diario argentino ‘Clarín’, Giulio Andreotti, referente de la Democracia Cristiana en Italia (fue siete veces primer ministro) y uno de sus amigos más cercanos, también reflejó perfectamente lo que supuso Casaroli: “Dejó una huella decisiva no solo en la vida de la Iglesia, sino en la historia contemporánea. Tuvo intuiciones extraordinarias sobre la posibilidad de dialogar, incluso con sus ‘enemigos’, con la convicción de que las soluciones justas al final prevalecen. No fue comprendido por todo el mundo en ese entonces”.
Esa misma pasión fraterna, por cierto, también la demostró en un episodio histórico mucho menos conocido. Fue en 1984, cuando, gracias a su mediación, se evitó una guerra entre Argentina y Chile, enfrentadas por la delimitación de sus fronteras.