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Cristina Menéndez: “Temo que los gestos de Francisco a las mujeres sean borrados de un plumazo”

A través del libro ‘Ser mujer en esta Iglesia’ (PPC), esta pedagoga católica ahonda en las “trampas invisibles” que hacen que la participación femenina “se convierta en un recorrido por un terreno minado”





Pedagoga y doctora en Educación, Cristina Menéndez Vega se sabe mujer de Iglesia, con más de tres décadas a sus espaldas de experiencia en el acompañamiento pastoral y el voluntariado. En su empeño de ser voz profética, ha publicado ‘Ser mujer en esta Iglesia’ (PPC), un libro que ahonda en la necesidad de no demorar más la llamada de san Pablo a los Gálatas a que en la comunidad creyentes se supere toda desigualdad.



PREGUNTA.- ‘Ser mujer en esta Iglesia’, ¿es más fácil o más complicado que hace 50 años?

RESPUESTA.- Debería ser más fácil, pero probablemente es más complicado, porque la Iglesia no se ha dejado permear por los avances sociales. Hace 50 años la discriminación de la mujer era más o menos homogénea en todos los ámbitos sociales, por lo que la Iglesia del Concilio Vaticano II podía ser, incluso, comparativamente, un espacio donde la mujer pudiera decir su palabra con mayor libertad que en otros ámbitos. Sin embargo, en la medida en la que la sociedad ha avanzado en igualdad, la desigualdad en la Iglesia se hace más patente, y esto es más incomprensible aún para las mujeres jóvenes. La expresión desconcertada y de frustración de las jóvenes que le preguntaron al Papa por la posibilidad de acceso de las mujeres al ministerio ordenado, en un vídeo que se ha hecho viral, cuando este aduce argumentos de difícil comprensión para negar esta posibilidad, es una muestra clara del anacronismo de la situación de la mujer en la Iglesia y la dificultad objetiva que esto supone para que las mujeres podamos aportar y sentirnos acogidas y valoradas en la Iglesia.

P.-En su libro analiza el porqué de la desigualdad de la mujer en la Iglesia apuntando a diferentes factores: una espiritualidad que invita a la subordinación de la mujer, la culpabilización del deseo, la atribución sexista de los roles de poder y servicio… ¿Cuál es la que considera más preocupante?

R.- En realidad, no son tanto factores diferentes como diferentes manifestaciones de una misma estructura desigual, de una ideología de género – entendiendo como tal la atribución de diferentes roles a las personas en función de su sexo biológico – que constituye una tela de araña que nos atrapa tanto a hombres como a mujeres. Por eso en el libro hablo de “trampas invisibles” que hacen que la participación de la mujer en la Iglesia se convierta en un recorrido por un terreno minado donde, tarde o temprano, se producen daños.

En todo caso, hay dos elementos que se podrían destacar. El primero, la atribución sexista de los roles de poder y de servicio, porque es la expresión más clara de la desigualdad y de la discriminación. Es una falacia negar la importancia de esta distribución sexista del poder en la Iglesia, porque la Iglesia no es solo una comunidad espiritual, sino una organización humana que excluye sistemáticamente a las mujeres de la toma de decisiones. Además, esta disociación es en sí misma una traición al Evangelio, que precisamente dibuja una manera de relacionarnos comunitaria y corresponsable.

Desde otra perspectiva, la trampa más insidiosa es la que se manifiesta en una formulación de la espiritualidad que, al carecer de perspectiva de género, refuerza el sometimiento de las mujeres vinculando su crecimiento espiritual a la abnegación, el silencio y el anonadamiento, sin tener en cuenta muchos otros valores y actitudes presentes en la vida de Jesús que, precisamente, invitan a mujeres y hombres a “ponerse en pie y dar gloria a Dios” desplegando todas las capacidades que Dios nos ha regalado. Es una trampa insidiosa porque, cuando estás inmersa en ese discurso, es muy difícil rebelarte contra él sin sentirte “mala cristiana”, y sin ser juzgada como tal. Para salir de esa trampa es preciso pararse en seco y deshacer una serie de creencias que se introyectan sibilinamente en nuestra fe y en nuestra autoconciencia, y eso no es fácil.

P.-La decisión de Francisco de que los laicos, incluidas las mujeres, voten en la Asamblea del Sínodo, ¿cree que es solo un gesto o ya supone un salto que apunta a ser irreversible?

R.-Ambas cosas; al menos, eso espero. Es un gesto simbólico porque porcentualmente es poco significativo, pero me gustaría creer que es un avance, pequeño, pero irreversible. Porque entiendo que la Iglesia va incorporando los avances del humanismo de nuestra cultura y que continuará en esa senda. Dicho sea de paso, no deja de ser paradójico que el humanismo de la cultura occidental tenga unas raíces hondamente cristianas, como la propia Iglesia reconoce y reivindica, y, sin embargo, la institución eclesial manifieste tantas resistencias permanentemente a incorporar estos avances en su seno: esto ha sucedido con todas y cada una de las conquistas de los derechos humanos.

Sin embargo, no estoy nada segura de cómo pueda ser el futuro. Creo que la Iglesia está en una encrucijada: transformarse en fidelidad al Evangelio e inculturando su discurso, su estructura y su praxis en esta sociedad que ha incorporado los valores cristianos de dignidad humana aún en contra de una Iglesia que, con demasiada frecuencia, está ligada al mantenimiento de los privilegios y de las estructuras de dominación; o retroceder para atrincherarse en estas posiciones conservadoras, expulsando a las personas que entendemos el Evangelio como una “liberación de todo lo que oprime al ser humano”, incluyendo las estructuras injustas. Por eso temo que estos gestos, más simbólicos que eficaces, tímidos y tan “prudentes”, puedan no tener mayor trascendencia e incluso sean borrados de un plumazo en un momento determinado. Basta que el siguiente pontificado continúe en la línea patriarcal que es estructural en la Iglesia y que está profundamente impresa en la conciencia y en la comprensión de la realidad de una inmensa mayoría de los sacerdotes, obispos y cardenales para que estos pequeños gestos sean simplemente un brindis al sol.

La mujer, según el Papa

P.-¿Cree que el pontificado de Jorge Mario Bergoglio ha supuesto un giro respecto a la mirada sobre la mujer?

R.-No quisiera dejar de valorar los gestos de apertura en todos los ámbitos que se han dado en el pontificado del Papa Francisco. Es un Papa que manifiesta una mirada más compasiva, más evangélica, más humana, en el mejor sentido de la expresión, que los dos pontificados anteriores, y creo que es en este giro general, en esa manera suya de ver y valorar la realidad donde se inscribe su mirada hacia la mujer. Sin embargo, no creo que podamos llegar a hablar de un giro en la mirada, porque permanece inamovible en las posiciones en las que se instalaron los pontífices anteriores. Incluso me atrevería a decir que su giro ha sido mayor, por ejemplo, en cuanto a la aceptación de la diversidad sexual que respecto a la mujer. El Concilio Vaticano II ya iba más allá en cuanto a la participación de la mujer en la Iglesia de lo que ha ido el propio Papa: la justificación de que las mujeres puedan ocupar cargos en los dicasterios vaticanos o incluso de esta participación semi simbólica en el Sínodo ya está dada hace más de medio siglo en los documentos del Concilio. Las respuestas a las jóvenes sobre la cuestión de la mujer en la Iglesia dejan de manifiesto que el Papa sigue adhiriendo a una mirada masculina, eclesial y patriarcal según la cual los roles de hombres y mujeres deben ser intrínsecamente diferentes. Así que no, lamentablemente, no creo que se haya producido con este pontificado el giro necesario para que efectivamente las mujeres dejemos de ser eternas menores de edad en la Iglesia Católica.

P.-Si mañana el Papa dejara en sus manos ejecutar un cambio en el ámbito eclesial en aras de la igualdad, ¿qué medida adoptaría?

R.-Sin ninguna duda, como ya indico en el libro, la apertura de la ordenación sacerdotal a las religiosas y mujeres célibes en paridad con los varones, y del diaconado a todas las mujeres, en paridad con los diáconos permanentes. Con los mismos requisitos de formación y compromiso que hoy se piden a los hombres. Me parece que este cambio es el necesario e imprescindible, porque tocaría el punto clave sobre el que se asienta la discriminación en la Iglesia.

Luego tendríamos que hablar, sin ninguna duda, de la norma del celibato para el ministerio sacerdotal, o de la vinculación entre el ministerio sacerdotal y la toma de decisiones. Estoy segura de que este cambio desencadenaría esos otros cambios hacia una Iglesia más participativa, más corresponsable y más comunitaria. Pero dudo mucho de la eficacia del camino inverso, que es el que hemos estado intentando hacer los últimos 50 años: procurar avanzar hacia una Iglesia más comunitaria y confiar en que esto finalmente “resolviera” la discriminación de la mujer. Creo que este camino ya se ha demostrado que ha fracasado, y ha fracasado porque la discriminación de la mujer en la Iglesia, lejos de ser una cuestión anecdótica o una consecuencia, es el cimiento sobre el que se construye toda la organización eclesial, al igual que el sistema sexo/género está en la base de nuestra organización social. Por eso es tan difícil y se encuentran tantas resistencias para modificarlo.

P.-Su obra incluye caminos concretos para una renovación eclesial donde esa igualdad pueda hacerse realidad en lo cotidiano. ¿Qué puede cambiar hoy mismo una parroquia para que hombres y mujeres caminen en sinodalidad en una comunidad local?

R.-Lamentablemente, no creo que la estructura actual de la Iglesia permita cambios eficaces en la escala local. Tenemos que partir de la base de que las parroquias están a merced de los párrocos: una comunidad local puede haber desarrollado una excelente pastoral, una organización participativa y corresponsable y tener una gran vitalidad, y todo ello puede desaparecer de un día para otro con la decisión del Obispo de cambiar al párroco de la comunidad, sin consultarla. El futuro de los cambios realizados en las comunidades locales está totalmente en manos de la jerarquía.

Por eso creo que el cambio más eficaz tiene que ver, como siempre, con la educación. Si una comunidad, o su párroco, quiere avanzar en sinodalidad, corresponsabilidad y participación y es consciente de la aguda fractura que se produce entre hombres y mujeres, yo le recomendaría que comenzara por realizar una formación sistemática en feminismo con todas las personas que participan activamente en la parroquia. Que profundizaran en cómo el mandato de género nos condiciona a todas y a todos, y que lo contrastaran con la propuesta de Jesús en el Evangelio. Y, a partir de ahí, estoy segura de que veríamos cambios en lo organizativo y en lo concreto, pero, sobre todo, en el desarrollo de las personas y de su fe. Creo más en este camino que en el establecimiento de “medidas de discriminación positiva”, con las que no estoy en absoluto en desacuerdo; pero no se trata tanto de que haya “más mujeres” (que es importante), sino que todas y todos nos vayamos liberando de las trampas que nos supone estar constreñidos, obligadas y obligados a ser y comportarnos de una determinada manera, en función de nuestro sexo/género.

P.-¿Los ojos  de Cristina Menéndez verán a mujeres diaconisas? ¿Y mujeres sacerdotes?

R.-No lo sé. Hace unos años hubiera dicho que sí, con esperanza y entusiasmo; hoy he de reconocer que lo veo humanamente difícil. Pero confío en el Espíritu de Dios, y sigo creyendo que Él se arregla para colocarnos siempre en caminos de crecimiento, hermandad y de solidaridad, en definitiva, haciendo emerger el Reino de Dios en esta historia. No sé de qué manera, pero lo hará. Y eso es, en definitiva, lo importante.

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