El pasado 14 de junio se vivió una de las mayores tragedias humanas en la historia reciente de Europa. Y muy significativa respecto a la situación de muchos inmigrantes que sueñan con tener la oportunidad de una vida diferente en nuestro continente. Tras haber pagado cada uno entre 4.000 y 6.000 euros, un pesquero en el que, en 30 metros de eslora, iban hacinadas cientos de personas (se habla de al menos 400, pero testigos oyeron contar hasta 750), se hundió en aguas griegas, en pleno Mar Jónico, mientras trataba de llegar a Italia.
Tras salir de Egipto (la policía interroga ahora a nueve ciudadanos egipcios que serían miembros de la mafia organizadora de estos viajes de la muerte), la gran mayoría de los pasajeros (paquistaníes, sirios o palestinos) habían montado en Libia y, antes de hundirse, lograron advertir de la gravedad de su situación a la activista Nawal Soufi. Pese a la movilización en los medios de esta, ninguna administración dio un paso y el barco se hundió. Ya hay confirmadas 79 víctimas, pero, ante el rescate de únicamente 104 personas, se teme que hayan podido morir más de 600, sin ni siquiera recuperarse sus cuerpos. Buena parte de ellas serían mujeres y niños.
El primero en manifestarse fue el papa Francisco, que, nada más abandonar el hospital (ver páginas 32-33) el viernes 16, mostró su “dolor” por lo ocurrido. Muy tajante se mostró el arzobispo de Palermo, Corrado Lorefice, quien lamentó la desidia de la Unión Europea ante las numerosas tragedias que se dan en nuestras costas, sin que ninguna administración las evite: “La línea rigorista de nuestros gobiernos nacionales y de la comunidad europea es una industria de muerte de inocentes”.
Y es que, para el prelado italiano, “una política que no impide las masacres, sino que las determina conscientemente, traiciona la misión constitutiva de construir la ‘polis’ humana. Si nuestras ciudades europeas pierden el deber humano de acoger a quienes están dispuestos a afrontar la muerte para huir de la desesperación y de la guerra, no tendrán otro futuro que el de nuevas ciudades de Babel, presas de la impiedad y de la violencia”.
Cargando con todas sus fuerzas contra este “crimen”, Lorefice fue vehemente al denunciar que “no educar para acoger significa entrenar para la violencia”. De ahí su petición a la sociedad europea y, entre ella, a la comunidad cristiana, a que “reclame sin demora opciones concretas para una política migratoria libre de populismos e intereses partidistas, inteligente, acogedora e inclusiva”. “No abrir vías legales para el desembarco de los migrantes y para la redistribución solidaria en los países europeos, equivale a apoyar directa y conscientemente a las industrias mafiosas internacionales que han metido sus manos en el negocio de la migración a partir de la pobreza económica y de los conflictos bélicos hipócritamente determinados y fomentados por nosotros, los occidentales”, zanjó sin ambages.
La Conferencia Episcopal Española, a través de un comunicado de la Subcomisión de Migraciones, también ha mostrado su pesar tras esta tragedia en el Mar Jónico. “Sobrecogidos” y “perplejos”, los pastores apuntan que estamos ante “una desgracia que debe ser esclarecida y en cuya responsabilidad coinciden tantos factores sobre los que se puede incidir: la falta de futuro en países de origen, el execrable lucro de las mafias y las políticas y leyes europeas, así como la mentalidad de rechazo al migrante que se va extendiendo en la sociedad”. De ahí que urjan “políticas y leyes que garanticen vías legales y seguras para los flujos migratorios, así como la humanización de los protocolos de salvamento marítimo, que prioricen la vida de las personas”.