Durante algo menos de 24 horas, entre la noche del 23 de junio y la tarde del 24, Vladímir Putin vivió las horas más convulsas en sus más de veinte años en el poder en Rusia. Tras declararse en rebeldía Yevgeni Progozhin, jefe del Grupo Wagner, cuya columna de mercenarios sostiene en buena parte la guerra en Ucrania y otras campañas en el exterior, como en Siria, Libia, República Centroafricana o Malí, este inició una marcha hacia Moscú.
En apenas unas horas, llegó desde el frente ucraniano hasta las puertas de la capital rusa. En el último momento, la mediación del presidente de Bielorrusia, Alexandr Lukashenko, consiguió paralizar la acción de Wagner y todo quedó literalmente en nada: Progozhin se exiliaría al país vecino y ni él ni sus paramilitares serían juzgados, como había prometido Putin, quien había asegurado “consecuencias brutales” para los “traidores”.
Mientras ahora tratan de esclarecerse las consecuencias de estos hechos, habiendo quienes juzgan que estamos ante la constatación de la debilidad de Putin o la evidencia de su fracaso en Ucrania, otros expertos sostienen que esta crisis le servirá al líder del Kremlin para comprobar quiénes, dentro del régimen, están realmente con él o anhelan su caída, sale reforzado en este sentido el patriarca ortodoxo de Moscú, Kirill, gran sostén espiritual del putinismo.
Y es que, en la tarde del sábado 24, en el momento de máxima gravedad, con los Wagner a las puertas de Moscú, dirigió un mensaje público a “sus compatriotas” (yendo más allá de la idea de “los fieles”) y clamó que “el enfrentamiento militar es una prueba en la que estamos llamados aún más que en otras ocasiones a apreciar la unidad del pueblo, a rezar a Dios, a apoyar a los soldados y a los demás con todas nuestras fuerzas”.
Así, “hoy, cuando nuestros hermanos luchan y mueren en los frentes, cumpliendo desinteresadamente con su deber, cuando los enemigos dirigen todos sus esfuerzos a destruir Rusia, cualquier intento de sembrar la discordia dentro del país es el mayor crimen, que no tiene excusa alguna”.
Por ello, el líder espiritual, que se ha volcado con Putin a la hora de bendecir la invasión de Ucrania como un modo necesario de “mantener la identidad rusa” frente a un “Occidente decadente”, no dudó en dirigirse a los hombres de Progozhin para que cesaran su insurrección: “Llamo a la cordura a quienes han tomado las armas y están dispuestos a usarlas contra sus hermanos. Ante la amenaza común, debemos mantener la unanimidad y superar rencores y ambiciones personales. Por difícil que a veces resulte”.
La alocución concluyó con un respaldo sin ambages a Putin: “Apoyo los esfuerzos del Jefe del Estado ruso para evitar la agitación en nuestro país. Rezo yo mismo y exhorto a todos los obispos, clérigos, monjes y laicos a ofrecer mis más fervientes oraciones para que el Señor preserve la paz y la unidad, amenazadas por los llamamientos a la agitación. Que el Señor proteja a Rusia, a su pueblo y a su ejército”.
Solo un par de horas después, Wagner retrocedía sobre sus pasos y la que podía ser la caída del régimen de Putin se quedó en nada. Lo celebraron los dos grandes aliados del mandatario en sus horas más difíciles: el dictador de un régimen comunista, Alexandr Lukashenko, y el patriarca de Moscú y de todas las Rusias, Kirill Gundyaev.