A los 94 años, el novelista, dramaturgo, ensayista y poeta checo ha fallecido en su París de adopción
A los 94 años, el escritor checo (aunque francés de adopción, forzado por el exilio) Milan Kundera ha fallecido en París. Novelista, dramaturgo, ensayista y poeta, con él se va una de las grandes figuras creativas de nuestro tiempo, pese a no recibir el Premio Nobel de Literatura que muchos de sus fieles consideraban justo y necesario. Y un hombre al que la cuestión religiosa no le fue en absoluto indiferente.
Así, el autor de títulos clave como ‘La insoportable levedad del ser’ dejó constantes referencias espirituales en su nutrida obra. De hecho, en el citado texto, que sitúa en la Praga masacrada en el 68 por las tropas soviéticas tras una breve y pacífica primavera democrática, también aparece, de fondo, la inquietud existencial como motor de varios de los personajes, conscientes o no de ello.
En un breve texto de ensayo, ‘El día que Panurgo ya no haga reír’, Kundera nos regala este fragmento que refleja perfectamente su vivencia en esos años de aplastamiento por la bota moscovita: “Fui educado en el ateísmo y me complací en él hasta el día en que, durante los años negros del comunismo, vi a cristianos reprimidos. De golpe, el ateísmo provocador y risueño de la primera juventud se disipó como una tontería adolescente. Entendía a mis amigos creyentes y, llevado por la solidaridad y la conmoción, a veces los acompañaba a misa. Sin embargo, no llegué a convencerme de que existiera un Dios que dirigiera nuestros destinos. En el fondo, ¿qué podía yo saber? Y ellos, ¿qué podían saber? ¿Estaban seguros de estar seguros? Estaba sentado en una iglesia con la extraña y feliz sensación de que mi falta de fe y la fe de ellos, curiosamente, se parecían mucho”.
En ‘El arte de la novela’ ofrece otra clave más que sugerente, propia de la compleja vivencia de quien tuvo que dejar atrás su hogar y su país, hostigado por el régimen comunista, para encarnarse completamente en la esencia de otro, hasta el punto de escribir, a partir de un momento dado, en francés y no en checo. En estas páginas, se pregunta en voz alta: “¿A quién o a qué me siento ligado? ¿A Dios? ¿A la patria? ¿Al pueblo? ¿Al individuo? Mi respuesta es tan ridícula como sincera. No me siento ligado a nada salvo a la desprestigiada herencia de Cervantes”.
Volviendo a ‘La insoportable levedad del ser’, nos encontramos con la que es, seguramente, la más preclara muestra de cómo vivía Kundera su relación con la fe, a caballo entre la ironía y una fascinación por el gran e íntimo meollo humano: “En el mismo comienzo del Génesis está escrito que Dios creó al hombre para confiarle el dominio sobre los pájaros, los peces y los animales. Claro que el Génesis fue escrito por un hombre y no por un caballo. No hay seguridad alguna de que Dios haya confiado efectivamente al hombre el dominio de otros seres. Más bien parece que el hombre inventó a Dios para convertir en sagrado el dominio sobre la vaca y el caballo, que había usurpado”.
Y es que, como ratifica en su obra más imperecedera, “Dios le dio a los hombres la libertad, y por eso podemos suponer que al fin y al cabo no es responsable de los crímenes humanos. Pero el único responsable de la mierda es aquel que creó al hombre”.
¿Dios creó al hombre? ¿El hombre a Dios? ¿A quién hay que atribuirle los mayores horrores y errores que se cometen en nuestro planeta? ¿Qué nos ata a este mundo de un modo mayor que la genuina búsqueda de la belleza, la libertad, le fraternidad y el amor por la vida? Kundera a veces miraba al suelo y otras al cielo. Unas, provocador. Otras, abierto en canal a la esperanza, no plenamente escéptico. Siempre genial. En la hora de su muerte, su sublime interrogante se nos ofrece como ofrenda en un altar tan celestial como hondamente humano.