La Academia de Bellas Artes Santa Cecilia acogió, el pasado 11 de julio, un homenaje a la figura del jesuita y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), que supo desenterrar la vida y la cultura humana escondida en los estratos paleolíticos de China. Teilhard nos ayudó a los católicos a incorporar sin traumas la idea evolutiva en nuestra concepción del mundo y nos enseñó un camino místico que era capaz de percibir la secreta presencia de Dios en la materia del mundo.
El acto, que reunió a numeroso público, tuvo como escenario de privilegio el Monasterio de la Victoria, antiguo Penal de El Puerto, y contó con una presentación a cargo de la Asociación de Amigos de Teilhard de España pero, sobre todo, con la presencia experta de Mercè Prats, investigadora y documentalista de la Fundación Teilhard de Chardin en París.
Mercè es una reconocida experta internacional en la vida y la obra de Teilhard de Chardin, implicada en numerosas conferencias y cursos en Francia, España, Italia, Reino Unido, Bélgica, Argentina y China. Sus dos libros más recientes son una completa biografía de Teilhard, que aparecerá en agosto, y un estudio sobre los textos que circularon clandestinamente entre sus amistades y familiares durante el período de silenciamiento y de sospecha que Teilhard sufrió por parte de los mastines de la ortodoxia.
Bajo el título de ‘La música de los estratos de la Tierra: una aproximación a Teilhard de Chardin’, Mercè Prats, historiadora de sensatez y pianista de éxito, ofreció tres eventos culturales en uno: conferencia, concierto y cine. Recordando el aire de nostalgia de los viejos salones del cine mudo, se proyectaron tres filmaciones de los años 30 que recogen, sin eludir el baile de cicatrices de luz que deja el tiempo en el celuloide, el trabajo de prospección geológica de Teilhard en China. Mercè las depositó luego suavemente, como en un sueño, sobre el lecho amable de la música de Debussy y Mompou que interpretó ella misma al piano.
Hay dos cosas que impactaron al público asistente. Lo primero es que las imágenes sean mudas. Teilhard estuvo condenado al silencio por sus visiones teológicas, que resultaban muy inquietantes para las mentes más temerosas de nuestra Iglesia. Y esa tarde, un siglo después, tampoco pudimos escuchar su voz. Curiosa ironía. No cabe duda de que el silencio impuesto a Teilhard, que él aceptó con obediencia igualmente silenciosa, no fue un silencio sin frutos. Su reflexión ganó mayor hondura y sus visiones se cargaron de un profetismo resiliente que dura hasta hoy.
Lo segundo que nos impactó fue la sonrisa eterna de Teilhard. A pesar de todos los pesares, lo vemos moverse por el aire de China siempre de un buen humor desbordante que le asoma por los ojos y las orejas y que se materializa especialmente en el gesto de su sonrisa. Hoy necesitaríamos más que nunca esa esperanza optimista que Teilhard ponía en el futuro.
Con indudable mérito científico, Teilhard de Chardin nos descubrió (nos desenterró, podríamos decir) el paleolítico en China, especialmente con el descubrimiento del ‘Sinantropus pekinensis’, el hombre de Pekín, que hoy clasificamos como ‘Homo erectus pekinensis’.
En segundo lugar, están sus méritos teológicos: nos ayudó a todos los católicos a incorporar sin traumas la teoría evolutiva a nuestras concepciones sobre la especie humana y el origen del universo. No hay que olvidar que durante un tiempo los católicos fuimos negacionistas de la evolución, aferrados como estábamos a la literalidad del relato bíblico. Por fortuna, en 1943, el papa Pío XII, con la encíclica ‘Divino Afflante Spiritu’, abrió una puerta de sensatez cuando la doctrina oficial de la Iglesia admitió la posibilidad (y la conveniencia) de aplicar la teoría de los géneros literarios y el método histórico-crítico también al relato bíblico. Pues bendito sea Dios, porque eso nos libró de algunos fundamentalismos innecesarios que hoy algunos se empeñan todavía en resucitar.
Por último, está también la dimensión mística de Teilhard, su capacidad para percibir, como tantos otros místicos, la presencia de Dios en el mundo, de un modo intuitivo y no racional. Sus recuerdos de los bosques que bordean el río Aisne, en Francia, o el paisaje de desolación del desierto de Ordos, en Mongolia, a la luz oblicua del amanecer, fueron la base de ‘La misa sobre el mundo’, uno de los textos más relevantes de la mística del siglo XX, del que estos días celebramos el primer centenario.
Y cierro esta crónica con las propias palabras de Teilhard, tomadas de su texto ‘La mística de la ciencia’: “Intento traducir en palabras esa consciencia que recorre el tejido profundo de las cosas. Pero ojalá fuera yo capaz de hacerlo en forma de música”.
Pues el pasado martes, Teilhard estaría satisfecho, porque Mercè Prats le supo poner al sabio jesuita la voz y la música que él deseaba. Una experiencia estimulante, reveladora y profundamente esperanzada para quienes tuvimos la suerte de estar allí y ver que Teilhard sigue de pie, pero ya, por fortuna, libre del peso de todos los silencios.