A Sofiana Maria, una niña de nueve años –mirada tímida y recelosa, camisa a cuadros roja y blanca, falda negra y chanclas desgastadas–, le gustan las matemáticas. Cursa quinto grado (de los doce de los que consta el ciclo educativo mozambiqueño) y vive en Balama, un distrito de Cabo Delgado, la provincia más septentrional de Mozambique, un país situado en el sureste de África y que cuenta con algo más de 32 millones de habitantes.
Pero Sofiana no nació aquí. Ella proviene de Palma, una ciudad portuaria al norte de la misma región, de donde tuvo que escapar hace dos años por la violencia. Huyó junto a su hermana Zainama, que tiene 15, y a sus padres. “La situación era difícil. Nos fuimos de nuestro hogar, pero la vida sigue sin ser fácil para nosotros”, cuenta.
Sofiana y su familia sufrieron en sus propias carnes la ira del alzamiento yihadista que opera en Cabo Delgado desde 2017. Vinculado a Al Shabab, movimiento terrorista muy operativo en el Cuerno de África, ya ha dejado más de 6.000 muertos y alrededor de un millón de desplazados internos, según cifras de la ONU. Aquel año, un grupo de insurgentes asaltaron un puesto de policía, dando comienzo a unos ataques que se han prolongado hasta la actualidad con más o menos virulencia y que se han extendido a las provincias colindantes de Niassa y Nampula.
“En toda esta provincia no hay un lugar seguro”, sentencia María del Amor, misionera comboniana con más de 50 años de vida en suelo mozambiqueño. Porque, si Sofiana puede estudiar y sueña con convertirse en profesora en un futuro, es gracias a la apuesta por la educación de esta religiosa y de sus compañeras. Allí, en Balama, Del Amor y tres compañeras abrieron en 2018 un lugar para que casi medio centenar de niñas puedan tener acceso a los estudios más básicos. Son muchachas desplazadas como Sofiana o que proceden de pueblos o aldeas tan remotas que las escuelas más cercanas se encuentran a un buen puñado de kilómetros, o cuyas familias viven en la miseria más absoluta.
“El fin de esta misión es frenar los matrimonios y los embarazos adolescentes, que en este lugar son muy frecuentes, y otorgar a las niñas una oportunidad para estudiar. Aquí pueden dormir, tener un hogar y, por las mañanas, acudir a la escuela pública de Balama”, explica María del Amor. A su lado habla Benidia Pedro, una joven de 17 años que cursa al antepenúltimo grado de la educación secundaria mozambiqueña: “En mi aldea, una muy pequeña, solo puedo ir a la escuela primaria. Algunas amigas mías ya son madres y yo no quiero eso para mí. Creo que es mejor poder ir al colegio y luego encontrar un trabajo, casarse y formar tu familia”, dice.
Pero la barbarie yihadista en el norte de Mozambique se extiende más allá de Cabo Delgado. Y la labor educativa de las misioneras, también. La murciana Ángeles López, comboniana, lo sabe bien. La noche del 6 de septiembre de 2022 salvó su vida por poco en un ataque terrorista en el que los insurgentes asesinaron a su compañera, la italiana Maria de Coppi. Ella lo cuenta así: “Antes de irse a dormir, la hermana vino a mi cuarto y me pidió que le leyera un mensaje que le había mandado su sobrina. Siempre contestaba con notas de voz. Así que lo hice y nos despedimos. A los pocos segundos, escuché gritos de hombres, golpes y varios disparos. Yo me pegué a la pared. Después, abrí mi puerta y vi que Maria ya estaba en el suelo, muerta”.
Lo que narra Ángeles López sucedió en Chipene, un pequeño pueblo de Nampula. Allí, ella había ayudado como enfermera a construir durante 50 años una misión que se había convertido también en santuario y abrigo para más de un centenar de muchachas que acudían al colegio gracias al programa educativo de las combonianas. López prosigue: “Aquel día nos habían avisado de que los terroristas estaban por la playa, pero era demasiado tarde para unas 15 niñas de nuestro refugio. Vivían muy lejos, así que se tuvieron que quedar en la misión. Otra hermana, Leonor, se fue a dormir con ellas, a un edificio que estaba a unos 25 metros de mi casa”. Los yihadistas irrumpieron y retuvieron durante unos 45 minutos a la misionera murciana. Después, la liberaron. “No quería que me mataran de un machetazo; rezaba para que me pegaran un tiro. Cuando me soltaron, corrí junto a Leonor y a las estudiantes. Después, todas juntas huimos a un bosque cercano. Allí nos refugiamos hasta que se hizo de día”, recuerda.
Con la obligación de cerrar la misión de Chipene por la amenaza velada de que se repitiera el ataque, López pasa ahora los días en Nacala, otra población de Nampula que también se encuentra bajo amenaza de los terroristas. Allí, ellas y sus compañeras gestionan el Instituto Politécnico Femenino, un lugar con unas 340 alumnas, de las que 150 son internas. Provienen de otras provincias o de familias con ingresos extremadamente bajos. Como en Balama, el objetivo en su fundación fue evitar los embarazos y casamientos adolescentes. Ahora ha mutado en una gran escuela donde se imparten todos los cursos de secundaria y formación profesional.
Elisabeth Carrillo, su directora, cuenta que “aquí hay niñas cristianas, musulmanas y de otras religiones. En Mozambique siempre ha habido una convivencia pacífica, aunque el extremismo actual está alterando la situación. En el colegio insistimos mucho en el respeto al islam. Yo no tengo miedo”.