Cuando Jorge Mario Bergoglio comenzó a apañar el despacho a su manera, colocó una imagen de san José durmiente en una cómoda al lado de su escritorio. Con unos cuantos papeles debajo. Eran encargos personales al esposo de María. Tiempo después, Francisco confesaría que prefería ponerlo en sus manos porque, aun retrasándose al terminar las obras como todo buen artesano, siempre remata sus trabajos con un mimo y una perfección de aúpa.



Diez años después de su llegada a Roma, ese san José tiene una montaña de peticiones bajo su peana. Pero continúa soñando. Como lo hace el pontífice argentino. Y es que el verbo soñar se cuela una vez y otra en sus alocuciones. Desde aquel “sueño con una Iglesia pobre y para los pobres” a su constante invitación a los jóvenes a que “sueñen a lo grande”. Sueña con la mirada puesta en Dios y los pies en la tierra.

PREGUNTA.- ¿Cuáles son los sueños de Dios hoy?

RESPUESTA.- Hay algo que no se sabe de san José. Estoy convencido de que tenía insomnio. Se quedó sin poder dormir porque temía que, cada vez que se dormía, Dios le cambiara los planes a través de los sueños… (Se ríe) Precisamente, la lista de los nuevos cardenales –la mayor parte, los menos obvios– me salió durante la noche, con el insomnio. O sea, como soñando.

Ahora hablando ya en serio, una persona que deja de soñar en la vida es una persona sosa, arrugada. Siempre hay algo que soñar. Así lo pienso yo. A veces, son planes; otras, son proyecciones… ¡Qué sé yo! Pero hay que soñar.

Uno, cuando sueña, abre las puertas y las ventanas de par en par y se queda indefenso. El que no sueña, no tiene futuro; tiene un futuro repetitivo, aburrido. ¡Aburrido! Esa es la palabra. ¡Hay tanta gente aburrida! Tanta gente a la que no le falta nada en la vida. Y están aburridos. No proyectan.

Por ejemplo, un hijo abre las puertas; un hijo te obliga a soñar siempre. Hay una poesía de Gerardo Diego: ‘El brindis’. Léanla. Es de una belleza exquisita. La escribió para el banquete de festejo por haber sido nombrado profesor. Y habla de su futuro como maestro. ¡Muy linda! Ahí brinda porque algún día tendrá un discípulo. Sueña con su alter ego, con aquello que va a ser más cercano a él y va a ir más adelante: es el sueño de un padre con un hijo. Es como ir más allá del límite empírico, de la constatación. Es esa capacidad de soñar. Podríamos decir algo así como: “Ahora lo veo, pero antes lo soñé”. Es el sueño de un hombre que quiere que haya alguien que siga adelante, de crear y abrir horizontes.

A veces, cuando sueñas demasiado te vas por las ramas y te alineas. Es el riesgo de soñar mal, pero ahí mismo te corriges después: “¡Qué lindo sería que…!”. Ese sería es abrir la puerta y la ventana.

A veces, a alguno que viene a confesarse con algún problema, le pregunto: “¿Usted sueña? ¿Usted se imagina cosas lindas?”. Si tiene hijos, “¿piensa qué van a ser sus hijos el día de mañana?”… Tenemos que invitar a todos a abrir, abrir y abrir. Si no, caemos en la dinámica de la actividad comercial, y eso es malo porque te arrugas, dejas de soñar. Cuando te agarra el bichito de ganar, te cierra. Porque solamente miras hacia fuera por tu interés y no para esa contemplación de los sueños.

Abrirse al otro

P.- ¿Continúa soñando con aquella “Iglesia pobre y para los pobres”?

R.- La expresión que usé una vez para la Iglesia es “en salida”; es decir, que no sabes lo que te va a esperar, pero no está cerrada dentro de sí. El no soñar te lleva a la mezquindad, a la incapacidad de ser generoso, a la incapacidad de dar limosna, por ejemplo. A mí me gusta preguntarle a la gente cuando se confiesa: “¿Usted da limosna? ¿Y usted mira a los ojos a la gente que le da limosna?”. Ahí entonces el otro empieza a titubear. “¿Y usted le toca la mano cuando le da limosna, o le tira la moneda y se va?”. Es en ese momento donde realmente ves qué tipo de gente tienes frente a ti. Si la gente es capaz de abrirse al otro, se abre a la posibilidad de soñar. Abrirte te saca de los esquemas defensivos, de la cerrazón.

P.- ¿Con qué sueña hoy por hoy, en este instante, el padre Jorge Mario Bergoglio?

R.- Con una Iglesia de periferia. De hecho, el próximo consistorio es un sueño en esta línea. Si vemos la cantidad de cardenales de Curia que había hace diez años y hay ahora, o la reducción de los cardenalatos ligados a sedes episcopales históricas, habla de esa periferia que ahora está en el centro. Ahí está el nuevo cardenal de Yuba (Sudán del Sur), que jamás se hubiera tenido en cuenta, o la designación del arzobispo de Penang (Malasia), que muchos no saben ni dónde cae.

Es esa la Iglesia con la que yo sueño y que, además, es la de los Hechos de los Apóstoles: partos, medos, elamitas… Aquella mañana de Pentecostés, en la que todo el mundo hablaba su lengua, pero todos se entendían. Eso tiene que suceder ahora: cada uno habla la suya, pero todos nos entendemos, aunque uno acentúe más esto, el otro lo otro… Esa creo que es la Iglesia que hay que buscar, y no escandalizarse, porque ¡hemos confundido tanto lo esencial con lo accidental! Cuando te involucionas, haces el ridículo. Y hay gente que, a veces, pierde el sentido del ridículo… Cuando a la actriz Anna Magnani le quisieron hacer la cirugía estética porque tenía sus arrugas, dijo: “¡No, me costó años tener estas arrugas!”. Y es una de las venganzas de la vida: caer en el ridículo sin que te des cuenta.

P.- Es complicado soñar en un mundo como el de hoy, con una tercera guerra mundial por fascículos…

R.- Sí, es complicado, sí. La dimensión trágica de hoy en día es grave. Desde que terminó la II Guerra Mundial, hubo conflictos en diversas partes. Ahora estamos ante la guerra en Ucrania, que nos asusta porque está cercana. Pero, ¿quién piensa en Yemen, quién piensa en Siria, quién piensa en todos esos lugares de África, por ejemplo, en Kivu, en la zona del norte de la República Democrática del Congo a donde yo no pude ir? Estamos en guerra continuamente, pero como está lejos…

De la misma manera, nos parece natural, por ejemplo, que los rohingya estén deambulando por el mundo porque nadie los quiere recibir. Solo lo que está cerquita nos asusta. A veces, veo la cúpula de San Pedro y me digo: “Si uno de estos locos tira una bomba acá, se acabó todo”. Sin embargo, aun en estas circunstancias, hay motivos para la esperanza. Recientemente, al puerto de Génova llegó un barco cargado con armas. Había que pasar el cargamento de una nave relativamente chica a una más grande para ir a Yemen. Pero los estibadores no quisieron cargarla. Una vez sucedió, pero es un signo.

Grandes soñadores

P.- ¿Quién es su santo de la puerta de al lado hoy?

R.- A mí me impresiona mucho acá, por ejemplo, la vida de los gendarmes, que son hombres que se sacrifican. Por ejemplo, hoy está con nosotros Bruno, que habla castellano perfectamente. Yo bromeo con él: “Vos aprendiste castellano en la cárcel… porque te casaste con una española”. Hay gente de Dios en Santa Marta. Hay otro trabajador que yo le llamo ‘el silencioso’. Es el que mantiene la casa en silencio: se te rompe un vidrio, va él; se te rompe una cañería, va él; que la calefacción no funciona, va él… Sin hacer un ruido, resuelve todo. Es un hombre de Dios. Yo le veo rezar a veces. Es un hombre de Dios. Hay gente de Dios acá.

P.- El sueño que expresó hace diez años de un Iglesia “hospital de campaña”, ¿se está cumpliendo?

R.- Hay lugares en que sí, depende de los ordinarios. A veces, la Iglesia se pone exquisita en querer ser “hospital de campaña” y se equivoca porque se acelera. Así, entramos en una deriva en la que damos una solución que está acertada en la dirección, pero no se toman soluciones desde la contemplación del Evangelio. No puedes reformar una Iglesia fuera de la inspiración evangélica. Como son muy efectivistas, caemos en desvíos.

Esa es una trampa muy grande: las soluciones que buscan no vienen del Evangelio. Son de buen sentido común, de la posibilidad humana de lo que hay que hacer, pero no tienen expresión evangélica. Van a lo rápido. Y tienen razón en querer solucionar un problema, porque se les va la gente. Creo que es lo que estaría pasando en el llamado Camino Sinodal Alemán.

Yo sigo apostando por el proceso sinodal que puso en marcha san Pablo VI. Cuando se cumplieron los 50 años de la institución del Sínodo de los Obispos, estaba la cosa madura como para lanzar un documento. Un equipo de teólogos de primera le dieron forma y yo lo respaldé, porque nos permite el camino hecho para llegar ahí. Los últimos diez años se perfeccionaron algunas cosas, no muchas. Por ejemplo, antes ni se había ocurrido preguntar a los laicos. Si era un Sínodo solo para obispos, que voten los obispos y punto. Y todos los que vengan de fuera, que sean observadores.

Durante el Sínodo para la Amazonía, en el ‘break’, hay una oficina para el Papa al lado del aula. Yo iba allí. El primer día empezaron a asomarse las mujeres, con el tema de las votaciones. Fue el punto de partida de un diálogo sincero. A partir de ahí, les pregunté a los teólogos, que hicieron un estudio rápido y dijeron: “Sí, pueden votar las mujeres”. Pero ya estaba el Sínodo empezado. Si son miembros, pueden votar. Y me dije: “Hacer esto ahora puede ser escandaloso, lo dejo para el próximo…”, que es ahora. El sueño fue madurando hasta que se dio forma.

P.- Conduce una nave de 1.300 millones de católicos, con constantes problemas graves en su escritorio, muchos esperan grandes cambios… Tanta responsabilidad sobre sus hombros, ¿no le quita el sueño?

R.- El sueño no me lo ha quitado nada nunca. Es una gracia: llego tan cansado que duermo. Gracias a Dios, no caí en la tentación de la omnipotencia, de creer que puedo solucionarlo todo. Eso sí, como buen jesuita, me despierto muy temprano para perder más el tiempo…

P.- Usted es muy audaz planteando cambios, pero ¿se va a dejar algún sueño por plantear por ser demasiado atrevido?

R.- Así, de pronto, no se me ocurre haber dejado nada en el tintero. Cuando surgen las reformas, te sale instintivamente. Eso sí, cuando se me ocurre algo y se me pasa por la cabeza, lo primero que me sale es un “no, no puede ser”. Pero después lo pienso, lo consulto y veo si se puede o no se puede llevar a cabo. Tienes que medir hasta dónde puedes pasar el límite y hasta dónde no puedes. Y ahí hay cierta impotencia, pero creo que eso es bueno, porque te evita creerte un dios o alguien todopoderoso. Son los límites que te va poniendo la historia, la vida… Por ejemplo, todavía no me he atrevido a acabar con la cultura de corte en la Curia.

Salir afuera

P.- ¿Y cómo se materializan esas propuestas que parte de la Iglesia todavía no está preparada para asumir?

R.- Con la formación y saliendo a afuera. Uno tiene que salir y estar afuera. En Argentina me daba un poquito de alergia cuando veía a los pastores que se miraban el ombligo, con una mirada hacia dentro. Estoy pensando en un obispo, un gran teólogo, pero como pastor era una nulidad. Siempre dejaba caer mensajes del tipo: “Cuidado, que la misa tienes que decirla así, que esto, que aquello…”. Los pobres curas estaban bajo la férula de ese hombre. Hay pastores que no son pastores.

Laicos y clericalismo

P.- ¿Soñó con ser papa alguna vez?

R.- Ni se me pasó. Cuando murió Juan Pablo II, estaba camino de la villa miseria de Barracas. Murió mientras iba en el colectivo. Celebré la misa y me senté con la gente. Empezaron a hablar sobre cómo se elige al papa. Y una anciana me dice: “Padre, ¿a usted le pueden hacer papa?”. Digo: “Sí, a todos”. “Bueno, pues entonces, un consejo –me dice–: si va a ser papa, cómprese un perrito”. “¿Para qué?”, le pregunté. “Antes de comer, dele al perrito”.

El 11 de febrero de 2013, justo el día que anunció Benedicto su renuncia, tenía programada una misa en la parroquia de Lourdes, en Caballito. Se hace en la calle porque hay mucha gente… Cuando terminó la eucaristía, dije: “Recemos por el papa Benedicto XVI, que hoy presentó su renuncia, un avemaría a la Virgen”. Y una vieja grita desde atrás: “¡Ojalá te hagan papa!”.

P.- Y el sueño se hizo realidad…

R.- Eso no fue un sueño, fue un grito (se ríe). Las viejas son sabias. A las viejas hay que escucharlas.

P.- En la noche del 13 de marzo de 2013, cuando fue elegido, ¿tuvo tiempo para soñar o, cuando se despertó, se dijo asustado: “La que me ha caído encima”?

R.- ¡Esa noche dormí como un lirón! Después de ser elegido, había un gran banquete. Estaba preparado ya. Lo cuento como sucedió. Después de hablar a la gente, de rezar por el Papa anterior, salí y había un ascensor esperando solo para mí, para que yo me desplazara solo. “Yo voy con todos”. Me salió de adentro. Cuando llegué abajo, estaba la limusina. Y volví a decir: “Yo voy en el colectivo con todos”. Ahí me di cuenta de que me estaba esperando un cambio de cosas.

Después del banquete, llamé al nuncio en Argentina y le dije: “Diga que no viaje nadie”, porque imaginé que los obispos querrían venir, y le planteé que la plata del pasaje se la diesen a los pobres. Luego llamé a Benedicto XVI para saludarlo. Al principio no contestaba, porque estaba pendiente de la televisión, pero, cuando logré hablar con él, noté que estaba contento.

A la mañana siguiente no me podía poner el cuello de la sotana, no sé por qué. Salí y estaba el emérito de Palermo, y le dije: “Ayúdame”. “¡Sí, cómo no!”, me contestó. De la misma manera, ese día bajé a comer al comedor con todos. Y ahí empezó la vida en común que sigo llevando hoy. El cambio de formas de proceder se dio solo, dejé que surgiera lo mío. No cambié mi estilo de vida y eso me ayudó. Fue una intuición del momento. Con esa naturalidad vivo las cosas y las cuento.

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