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El Papa pide a los curas de Roma que huyan del “clericalismo” y de la tentación de ser “amos” o “funcionarios de lo sagrado”

  • La “mundanidad espiritual” se refleja en “la vanagloria y el narcisismo”, así como en “la intransigencia doctrinal y el esteticismo litúrgico”
  • Estamos ante “la versión actualizada de ese formalismo hipócrita que Jesús vio en ciertas autoridades religiosas de la época”
  • “Nuestro ministerio no se mide por los éxitos pastorales”, sino por saber ver a “Jesús crucificado, humillado”





Como ya anunciara al equipo de ‘Vida Nueva’ en su encuentro con él (lo repitió en varias ocasiones, muestra de la importancia que le concedía), hoy se ha difundido una carta que el papa Francisco, como obispo de Roma, ha dirigido a los sacerdotes de su diócesis. Firmada en Lisboa este 5 de agosto, en ella reflexiona sobre su ministerio, que, a lo largo de la vida, siempre va acompañado “de alegrías y dificultades, esperanzas y decepciones”.



Consciente de que un presbítero también necesita “intercambiar miradas llenas de atención y compasión”, Bergoglio asegura que “Jesús miraba así a los apóstoles, sin exigirles un horario dictado por el criterio de la eficiencia, sino ofreciendo atención y refrigerio. Así, cuando los apóstoles volvían de su misión, entusiasmados pero cansados, el Maestro les decía: ‘Venid solos, solos, a un lugar desierto, y descansad un poco’ (Mc 6,31)”.

Agradecimiento

De ahí que el Papa, como un padre, renueva su “agradecimiento” por una entrega que, como ya dijera en su homilía de la Misa Crismal, este pasado 6 de abril, “muchas veces se desarrolla en medio de tanto esfuerzo, incomprensión y poco reconocimiento”.

En este sentido, el Pontífice les recuerda que “nuestro ministerio sacerdotal no se mide por los éxitos pastorales (¡el mismo Señor ha tenido cada vez menos a lo largo del tiempo!). En el centro de nuestra vida no está ni siquiera el frenesí de la actividad, sino permanecer en el Señor para dar fruto (cf. Jn 15). Él es nuestro refrigerio (ver Mt 11, 28-29)”.

Desde la pausa y el poso, Francisco reivindica que “la ternura que nos consuela brota de su misericordia, de la acogida del ‘magis’ de su gracia, que nos permite seguir adelante en el trabajo apostólico, soportar fracasos y fracasos, alegrarnos con sencillez de corazón, ser mansos y pacientes, para empezar siempre una y otra vez, para llegar a los demás”.

Encuentro fraterno

De ahí que reitere que “nuestros necesarios ‘momentos de recarga’ no se dan solo cuando descansamos física o espiritualmente, sino también cuando nos abrimos al encuentro fraterno entre nosotros”.

Una peregrinación en la que el Santo Padre pide ser para sus presbíteros un compañero más de viaje: “Siento que camino con vosotros y quisiera que sintierais que estoy cerca de vosotros en vuestras alegrías y en vuestros sufrimientos, en vuestros proyectos y en vuestros esfuerzos, en vuestras amarguras y consuelos pastorales. Sobre todo, comparto con vosotros el deseo de comunión, afectiva y eficaz”, que en la Iglesia de Roma puede y debe “germinar en las diferentes realidades y sensibilidades que la componen”.

Así, el sueño de Francisco está claro: que “la Iglesia de Roma sea ejemplo de compasión y esperanza para todos, con sus pastores siempre, siempre, dispuestos y disponibles para derramar el perdón de Dios, como canales de misericordia que sacian la sed del hombre de hoy”.

Una lucha histórica

Desde este punto de partida, el Papa se pregunta: “¿qué nos pide el Señor, hacia dónde nos dirige el Espíritu que nos ha ungido y enviado como apóstoles del Evangelio?”. Cuestión que él, como un fruto de “la oración”, se responde así: “Dios nos pide que lleguemos al fondo de la lucha contra la mundanalidad espiritual. El padre Henri de Lubac, en algunas páginas de un texto que les invito a leer [Meditación sobre el Iglesia], definió la mundanidad espiritual como ‘el mayor peligro para la Iglesia (para nosotros, que somos la Iglesia), la tentación más pérfida, la que siempre renace, insidiosamente, cuando los demás son derrotados’. Y añadió palabras que me parecen acertadas: ‘Si esta mundanidad espiritual invadiera a la Iglesia y obrara para corromperla socavando su principio mismo, sería infinitamente más desastrosa que cualquier mundanalidad simplemente moral’”.

Así, para el Santo Padre, “la mundanidad espiritual es peligrosa porque es un modo de vida que reduce la espiritualidad a la apariencia: nos lleva a ser ‘trabajadores del espíritu’, hombres revestidos de formas sagradas que en realidad siguen pensando y actuando según las modas del mundo. Esto sucede cuando nos dejamos fascinar por las seducciones de lo efímero, por la mediocridad y la rutina, por las tentaciones del poder y la influencia social”.

Otros efectos lesivos de esa mundanidad espiritual son “la vanagloria y el narcisismo”, así como “la intransigencia doctrinal y el esteticismo litúrgico”. En definitiva, “formas y modos en que esta lacra, como ya adelantara el Papa en ‘Evangelii gaudium’, “se esconde tras apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia”, pero en realidad “consiste en buscar, en lugar de la gloria del Señor, gloria humana y bienestar personal”.

Lo padeció Jesús

“¿Cómo no reconocer en todo esto la versión actualizada de ese formalismo hipócrita que Jesús vio en ciertas autoridades religiosas de la época y que le hizo sufrir quizás más que cualquier otra cosa durante su vida pública?”, se pregunta Bergoglio con rotundidad.

Puesto que “la mundanidad espiritual es una tentación “insidiosa” que sabe “esconderse bien detrás de buenas apariencias”, es muy difícil combatirla: “Aunque la reconozcamos y la alejemos de nosotros, tarde o temprano vuelve disfrazada de alguna otra manera”. De ahí que sea necesaria una “vigilancia interior que guarde la mente y el corazón y que alimente en nosotros el fuego purificador del Espíritu”.

Fruto de su reflexión y experiencia, Francisco detecta que “un aspecto de esta mundanidad” es que, “cuando entra en el corazón de los pastores, toma una forma específica, la del clericalismo”. Eso ocurre cuando, “quizás sin darnos cuenta, damos a las personas la impresión de que sois superiores, privilegiados, colocados ‘en alto’ y, por lo tanto, separados del resto del pueblo santo de Dios”.

Una “enfermedad”

El sacerdote que padece esta “enfermedad”, que “nos hace perder la memoria del bautismo que recibimos, dejando en un segundo plano nuestra pertenencia al mismo Pueblo santo y llevándonos a experimentar la autoridad en las diversas formas de poder”, degenera en “actitudes desapegadas y altaneras”.

“Para sacudirnos de esta tentación”, Francisco cree que “nos hace bien escuchar lo que dice el profeta Ezequiel a los pastores: ‘Os alimentáis de leche, os vestís de lana, sacrificáis las ovejas más engordadas, pero no apacentáis el rebaño. No habéis fortalecido a la oveja débil, no habéis curado a la enferma, no habéis vendado a la herida, no habéis traído de vuelta a la desaparecida. No fuisteis en busca de los perdidos, sino que los guiasteis con crueldad y violencia’ (34:3-4). Hablamos de ‘leche’ y ‘lana’, lo que nutre y calienta; el riesgo que la Palabra pone ante nosotros es, por tanto, el de nutrirnos a nosotros mismos y nuestros intereses, revestirnos de una vida cómoda y confortable”.

Citando a continuación el ‘Discurso sobre los pastores’, de san Agustín, Bergoglio observa que los sacerdotes deben estar encarnados en el pueblo: “Que ellos también tomen leche de las ovejas y vivan allí en su escasez. Sin embargo, no deben descuidar la debilidad de las ovejas; es decir, en su actividad no deben buscar, por así decirlo, su propio beneficio, dando la impresión de anunciar el Evangelio para llegar a fin de mes personalmente, sino que deben dispensar a los demás la luz de la Palabra, la verdad que los ilumine”.

Huir de los honores

Como vemos, “san Agustín habla de la lana asociándola a los honores: ella, que viste a las ovejas, puede hacernos pensar en todo aquello con lo que podemos adornarnos exteriormente, buscando la alabanza de los hombres, el prestigio, la fama, la riqueza”. En definitiva, “cuando nos preocupamos solo por la leche, pensamos en nuestra ganancia personal; cuando buscamos obsesivamente lana, pensamos en cuidar nuestra imagen y aumentar nuestro éxito. Y así se pierde el espíritu sacerdotal, el celo por el servicio, el anhelo por el cuidado del pueblo”.

Como profundiza Francisco, “la preocupación, pues, se centra en el ‘yo’: el sustento, las necesidades, la alabanza recibida para uno mismo más que para la gloria de Dios. Esto sucede en la vida de quien se desliza en el clericalismo”. La terrible consecuencia es que “ha perdido el sentido de la gracia, el asombro ante la gratuidad con que Dios lo ama”.

Porque, “solo cuando vivimos en esta gratuidad, podemos vivir el ministerio y las relaciones pastorales con espíritu de servicio, según las palabras de Jesús: ‘Gratis lo recibisteis, dadlo gratis’ (Mt 10, 8). Necesitamos mirar directamente a Jesús, a la compasión con la que mira nuestra humanidad herida, a la gratuidad con la que ofreció su vida por nosotros en la cruz”.

Pan para los hambrientos

Como remacha el Papa, “he aquí el antídoto cotidiano contra la mundanidad y el clericalismo: mirar a Jesús crucificado, fijando la mirada cada día en aquel que se despojó y se humilló por nosotros hasta la muerte”. Así, “mirando las llagas de Jesús, mirándolo humillado, aprendemos que estamos llamados a ofrecernos, a hacernos pan partido para los hambrientos, a compartir el camino de los fatigados y oprimidos. Este es el espíritu sacerdotal: hacernos servidores del Pueblo de Dios y no amos, lavar los pies de nuestros hermanos y no aplastarlos bajo los nuestros”.

A la hora de escapar del clericalismo, el Papa señala dos modelos a seguir: san Pedro, “que, como nos recuerda la tradición, incluso en el momento de la muerte se humilló cabeza abajo para no ser digno de su Señor”; y san Pablo, “que por Cristo el Señor consideró como basura todas las ganancias de la vida y del mundo”.

Otro efecto del clericalismo es que “puede concernir a todos, incluso a los laicos y a los agentes de pastoral: en efecto, se puede asumir ‘un espíritu clerical’ en el ejercicio de ministerios y carismas, viviendo elitistamente la propia llamada, encerrándose en el propio grupo y erigiendo paredes hacia el exterior, desarrollando lazos posesivos hacia los roles en la comunidad, cultivando actitudes engreídas y arrogantes hacia los demás”.

El demonio se cuela

Los síntomas “son, precisamente, la pérdida del espíritu de alabanza y gratuidad gozosa, mientras el demonio se cuela, alimentando las quejas, la negatividad y el descontento crónico con lo que está mal, ironía que se convierte en cinismo. De esta manera, nos dejamos absorber por el clima de crítica e ira que reina alrededor”. ¿Las vacunas contra este mal? Actitudes como “la sencillez y mansedumbre evangélica, la bondad y el respeto”.

Tratando de infundir ánimo en sus sacerdotes, el Papa tira de su habitual sentido del humor y arenga así a su ‘tropa’: “Arremanguémonos y doblemos las rodillas (¡ustedes que pueden!): oremos al Espíritu los unos por los otros. Pidámosle que nos ayude a no caer, en la vida personal como en la acción pastoral, en esa apariencia religiosa llena de muchas cosas, pero vacía de Dios, para no ser funcionarios de lo sagrado, sino heraldos apasionados del Evangelio; no ‘clérigos de Estado’, sino pastores del pueblo. Necesitamos conversión personal y pastoral”.

Y es que, “como afirmaba el padre Congar [en ‘Vera e False Reforma della Chiesa’], no se trata de reconducir a una buena observancia o de reformar las ceremonias exteriores, sino de volver a las fuentes evangélicas, de descubrir nuevas energías para superar los hábitos, de introducir un espíritu nuevo en las antiguas instituciones eclesiales, porque que no seamos una Iglesia ‘rica en su autoridad y en su seguridad, pero poco apostólica y mediocremente evangélica’”.

Que enjugue vuestras lágrimas

Situado mental y espiritualmente “frente a la imagen de la ‘Salus Populi Romani’, recé por vosotros. Le pedí a Nuestra Señora que os guarde y proteja, que enjugue vuestras lágrimas secretas, que reavive en vosotros la alegría del ministerio y que os haga pastores enamorados de Jesús todos los días, dispuestos a dar la vida sin medida por amor a él. Gracias por lo que hacéis y por lo que sois”.

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