No acabaron de ocuparse los 2.500 puestos del Palacio de hockey sobre hielo de Ulán Bator donde Francisco ha celebrado esta mañana su única misa pública en Mongolia. Pero sería absurdo hablar de un fracaso de convocatoria de este Papa con 2.000 butacas habitadas, si se tiene en cuenta que no llegan a 1.500 los católicos mongoles en un país no precisamente pequeño en extensión. La inmensa mayoría de ellos –niños de muy corta edad, adolescentes, adultos y ancianos- no ha querido perderse ocasión tan única y, en algunos casos, han recogido largas distancias para participar en un acontecimiento que no se repetirá nunca más.
Entre los asistentes había que contar un número no insignificante de católicos venidos de los países limítrofes: coreanos del sur los más numerosos, vietnamitas – entre ellos, un grupo de neocatecumenales, con su capellán español al frente-, tailandeses y un centenar de chinos procedentes en su mayoría de Hong Kong y Macao y algunas decenas que han pasado la frontera pretendiendo únicamente viajar como turistas. Y es que, a priori, Pekín habría prohibido la presencia de fieles y obispos en Mongolia, por lo que su presencia en la eucaristía podría considerarse un desafío al Gobierno.
En cualquier caso, esta delegación no ha pasado desapercibida para el pontífice. Antes de despedirse y agradecer a las autoridades mongolas y al pueblo de este nación Francisco ha dirigido el siguiente saludo a los obispos chinos presente: el cardenal Emérito de Hon Kong Monseñor Jhon Tong y el actual arzobispo Stephen Chow Sau-yan. Y ha añadido : “Quiero aprovechar su presencia para enviar un caluroso saludo al noble pueblo chino. Deseo a todo ese pueblo lo mejor y seguir adelante, progresando siempre. A los católicos chinos les pido que sean buenos cristianos y buenos ciudadanos”.
En todo caso, más allá de este apunte, Francisco se encontró en el polideportivo con una multitud muy devota y consciente de vivir un momento excepcional de sus vidas. Antes del comienzo de la eucaristía han sido ejecutadas diversas danzas rituales y una orquesta con instrumentos tradicionales ha interpretado obras tan clásica como la Marcha Radetzky y fragmentos de la Ópera ‘Carmen’ de Bizet muy aplaudidos por el público.
El Papa hizo su entrada a las cuatro de la tarde y en un carrito de golf recorrió todo el recinto suscitando el entusiasmo y los aplausos de todos los presentes mientras besaba a diversos bebés alzados hasta él por los guardias de seguridad. Ha presidido la eucaristía que ha sido oficiada por el cardenal italiano Giorgio Marengo que es el prefecto Apostólico de este país y el presidente de las Conferencias Episcopales de Asia el español, José Luis Munbiela Sierra, obispo de Almaty en Kazajistán. Han concelebrado también todo el séquito papal y una veinte de prelados llegados de diversos países.
La homilía del pontífice ha desarrollado dos temas: la sed que nos habita y el amor que apaga la sede. “Todos somos- afirmó- nómadas de Dios, peregrinos en búsqueda de la felicidad, caminantes sedientos del amor. El desierto evocado por el salmista se refiere entonces a nuestra vida, somos nosotros esa tierra árida que tiene sed del agua límpida, un agua que apaga la sed profundamente”.
“La fe cristiana – añadió un poco más adelante- responde a esa sed; la toma en serio; no la descarta, no intenta aplacarla con paliativos o sustitutos. Porque en esta sed está nuestro gran misterio; esta sed nos abre al Dios vivo, al Dios amor que viene a nuestro encuentro para hacernos hijos suyos y hermanos entre nosotros”.
El segundo tema lo inició citando a San Agustín que escribió: “Si nos reconocemos sedientos, nos reconocemos también como quienes beben”. Francisco hizo este comentario: “Estas palabras evocan nuestra historia. En el desierto de la vida, en el trabajo de ser una comunidad pequeña, el Seños no nos hace faltar el agua de su Palabra, especialmente a través de los predicadores y misioneros que, ungidos por el Espíritu Santo, siembran su belleza”.
Concluyendo su homilía se dirigió de modo particular a los católicos mongoles: “Esta es la verdad que Jesús quiere revelar a todos en esta tierra de Mongolia: para ser felices no hace falta ser grandes, ricos o poderosos. Sólo el amor apaga la sed de nuestro corazón; sólo el amor cura nuestras heridas, sólo el amor nos da la verdadera alegría. Y este es el camino que Jesús nos ha enseñado y abierto para nosotros”.