En el inicio del curso escolar, la ONG jesuita Entreculturas ha presentado en la mañana de este 12 de septiembre, en su sede central en Madrid, su informe ‘Escuelas en crisis, cómo proteger el derecho a la educación en situaciones de emergencia’. Encuadrada dentro de su anual campaña ‘La Silla Roja’, bajo el lema ‘Dejadnos aprender en paz’, el estudio refleja cifras devastadoras, como que “el 97,3% de la infancia y juventud sin escolarizar está en África”, con “casi el 60% de los jóvenes de entre 15 y 17 años fuera del sistema educativo”.
A nivel mundial, “hay 224 millones de niños y adolescentes que sufren las consecuencias de crisis humanitarias”. De ellos, “72 no tienen acceso a la educación”, “127 no alcanzan el nivel mínimo en lectura o matemáticas” y “44 tuvieron que huir de sus hogares por la fuerza”. Entre estos últimos, “17,5 corren el riesgo de no volver más a la escuela”. Por ello, Entreculturas alerta de que, “en los últimos años, la financiación de la educación en emergencias recibe solo del 10% al 30% de los fondos necesarios, con disparidades significativas entre países y regiones”.
Entre las mujeres que han compartido su testimonio ha estado la italiana Daniela Bruni, especialista en educación en emergencias del Servicio Jesuita a Refugiados (SJR). Centrando su mirada en el trabajo de la entidad en África, donde los contextos marcados por la violencia, por las crisis climáticas o por los patrones culturales que oprimen a las niñas demandan respuestas concretas y significativas, ella ha reivindicado que “la educación es un factor clave para la protección de los niños, especialmente en situaciones de emergencia”.
Por ello, el SJR opera “en 57 países de todo el mundo, ofreciendo todo tipo de proyectos educativos”. Un compromiso en el que, cada vez más, apuestan “por la educación inclusiva para niños con diferentes discapacidades”, ofreciendo varios proyectos en este sentido en distintos campamentos para refugiados en Kenia y Tanzania.
El primer programa para niños con discapacidades se dio recientemente en Tanzania, donde “fueron identificados unos 3.000 niños en esta situación. Se ha obtenido grandes resultados con ellos y, además, hemos dado apoyo a 565 padres y formación específica a 600 profesores”. En el caso de Kenia, 150 docentes han recibido esta formación y ahora tienen un título que lo acredita y por el que pueden enseñar en todas las escuelas públicas del país.
Bruni ha puesto el ejemplo de Uganda, “un país estable que acoge a los refugiados generados en cuatro conflictos bélicos: Congo, Burundi, Somalia y Sudán del Sur, hasta reunir a más de 1,9 millones de personas que huyen de la guerra”. Gracias a que “el Gobierno y varias ONG establecieron un plan educativo, integrando a los refugiados en el sistema nacional”, el SJR “se ha podido volcar allí desde hace muchos años, tanto con refugiados urbanos como los que viven en campos”.
Entre los principales apoyos que se han podido ofrecer ha habido becas (400 becas en 2022 para chicas que estudian Secundaria) y la promoción de actividades generadoras de ingresos, con programas de microcréditos incluidos. También se ha ofrecido mucha atención a “los posibles casos de violencia sexual. Muchas niñas están en riesgo de no ir a la escuela, hay embarazos prematuros, abusos…”.
Cuestionada por ‘Vida Nueva’, Bruni ha enfatizado que esta labor “me ha cambiado la vida. En el SJR he vivido muchas experiencias en todo el mundo. Empecé muy joven a trabajar con chicas que no podían ir a la escuela. Este compromiso cambió mi vida… He tenido contacto con numerosas comunidades y, a nivel institucional, he trabajado por lograr un cambio político que las beneficie. Es un placer ver concretarse ese cambio y que muchos niños puedan tener una educación de calidad”.
En el caso de los niños discapacitados en Kenia y Tanzania, pese al “dolor” al ver su difícil situación, le ha llenado poder “ayudarles a acceder a la educación, lo que no se puede describir con palabras. Cambias la perspectiva de su vida y la de sus familias. Te da fuerza y esperanza frente a tantas injusticias como hay en el mundo”.
Otro testimonio ha sido el de la ugandesa Mary Grace Kakayo, profesora en Adjumani, donde la mayoría de los estudiantes en su escuela son refugiados. Además del “apoyo clave del SJR”, la docente ha destacado que “mis padres, que fueron profesores y administradores escolares, han sido mi gran modelo y ejemplo a seguir. Como ellos, yo también quería ayudar a la gente. Igualmente, me interpelan varias monjas que son profesoras en nuestras aulas. Admiro su cariño y ellas también han marcado mi vocación. Ser profesora es parte de mí”.
Pese a que la guerrilla ha operado durante muchos años en el norte rural del país, donde trabaja, “eso no ha frenado mi sueño de ser profesora. Perdí a mi padre, pero mi madre sigue apoyándome. Mi región es muy pobre, aunque, si cabe, todas esas dificultades han aumentado nuestra dedicación para ayudar al 47% de refugiados que hay en mi tierra”.
Consciente de que “la educación facilita que los niños estén protegidos en las escuelas”, observa que “fuera estarían expuestos a muchos peligros, como las drogas. Además, venir a clase aumenta su autoestima, fomenta sus talentos y les llena de responsabilidad de cara a su propio futuro”.
Situación especialmente preocupante es la de “las niñas, que gracias a la escuela pueden escapar del matrimonio precoz. A los 14 años, muchas veces se convierten en ‘material de consumo’… Pero en la escuela están protegidas. Afrontamos grandes desafíos culturales. Muchas niñas vienen corriendo a la escuela cuando sus padres les exigen que se casen. Les permitimos que se queden en nuestras instalaciones todo el tiempo que necesiten y no vayan a casa ni en vacaciones si no quieren”.
Un caso paradigmático es el de Gladys, “una joven que, cuando llegó a mi escuela, con 14 años, tenía miedo y no sabía si terminaría sus estudios. En clase estaba callada, apática. Temía no tener dinero suficiente para pagar su educación. Me acerqué y la apoyé. Le dije que Dios nos mostraría el camino… Sus compañeros también fueron importantes, pues compartían lo poco que tenían con ella. Hubo un gran apoyo por parte de todos. Al final, hablé con la directora, defendí su potencial y pudo culminar su educación con nosotros. Recibió una beca del SJR. Estaba muy contenta y terminó la Secundaria con grandes notas. Luego, continuó dos años más, becada por el SJR, y se sacó una carrera en Contabilidad. Ahora trabaja en el distrito y devuelve a la comunidad parte de lo recibido”.
Kakayo demanda que “es necesario aumentar la sensibilización de los padres, especialmente de las niñas. Ellas educarán a sus hijos y, así, el cambio llegará a toda la nación. Algunos padres, como no estudiaron, no son conscientes de la importancia que tiene formarse. Hay que hablar con los padres y con los niños para que se puedan mantener en las escuelas”. Para ello, “necesitamos también infraestructuras, espacios en los que puedan estar protegidos. En la pandemia, dábamos clases con la radio y pudimos continuar con nuestra labor”.
Consciente de que “las niñas te ven como una figura que puede ayudarlas, casi como una madre. A veces te duele no tener las herramientas necesarias para ello. Muchas, al menstruar, necesitan material sanitario específico para poder continuar en clase y se ausentan. Tengo que apoyarlas para que sigan en clase con los alumnos y, por eso, entre otras cosas, fabricamos compresas. Además de ser algo que pueden vender y que les ayuda en su autonomía en todos los sentidos”.
Los cambios son progresivos: “Tenemos muchas escuelas en las que solo hay un profesor de formación profesional, aunque el Gobierno está al fin empezando a promover esta. Hay una evolución muy positiva. Yo sacrifico mis vacaciones para conocer otros modelos educativos. Gracias a ello, ahora enseño a mis alumnas a hacer bolsos y a trabajar con productos locales. Además de las compresas, lo que las ayuda mucho”.
Consciente de que “estamos para acompañar, servir y sembrar esperanza”, la docente ugandesa destaca que “queremos cambiar vidas y que el futuro sea mejor, resplandeciendo la dignidad humana. Compartimos el regalo de la vida y damos todo lo que tenemos, más allá de los apoyos recibidos”.
En conversación con esta revista, Kakayo celebra que “esta profesión me ha transformado como persona. Trabajo con amor y compasión. He aprendido a ayudar con las herramientas que tengo a mano. Sé que soy referente para otros. He podido ayudar mucho a las niñas, que me tienen como ejemplo. Doy gracias a Dios por haberme dado esta profesión. Económicamente no, pero me ha enriquecido mucho. Aprendo sin parar”.
El último testimonio ha sido el de Sabrina Burgos, profesora de la entidad jesuita Fe y Alegría en Colombia, donde trabaja “en la promoción de una cultura de paz”, tratando de cerrar las heridas por el conflicto entre el Gobierno y las guerrillas y por el que, solo entre 1985 y 2022, ha hecho que “ocho millones de personas se hayan desplazado internamente huyendo de la violencia”. Sin olvidar otro dato escalofriante: “Si guardáramos un minuto de silencio por cada víctima generada por este conflicto, estaríamos 17 años en silencio”.
Desde la defensa de que “el derecho a la educación es la base para muchos otros derechos”, la docente ha reclamado que “la escuela es el lugar propicio para volver a soñar y promover la cultura de paz, sanando lo que está roto. La guerra rompe todo lo que toca. Hay memorias cargadas de devastación, pérdidas, preguntas sin respuesta… A muchos niños les han arrebatado la infancia”.
Como educadora popular, “me consume el silencio al que se ven abocadas muchas víctimas. Hay que superar los silencios cómplices y generar narrativas con esperanza y justicia. Hemos de despertar la capacidad de imaginar y soñar para construir ese mundo que queremos. La escuela debe disparar esa imaginación”.
Para ello, “la formación integral es básica. No solo la que se elabora con conocimientos, sino también con coherencia entre cabeza, corazón y manos. Hemos de humanizarnos y saber manejar nuestro mundo emocional para buscar la reconciliación, la promoción de la convivencia y la paz”.
En contextos de fuerte emergencia educativa, “acompañamos personal y comunitariamente para fomentar sus propias capacidades. Se debe conocer el contexto, con las causas y consecuencias del conflicto. Todo para generar alternativas y narrativas que desnaturalicen la violencia, conscientes de que la vida está quebrantada. Muchos rostros están marcados por ese dolor. Mantener la esperanza es necesario para no quedarnos inmóviles. Por eso debemos actuar, para que un cambio suceda”.
Lamentando que “Colombia es el país con más desigualdad de la región”, Burgos ha enfatizado que “en la zona rural los niveles de vulnerabilidad son aún mayores. Hay que adaptarse a cada contexto. Es esencial que los niños puedan permanecer en la escuela. A partir de los 14 años, especialmente en los ámbitos rurales, los índices de deserción escolar son enormes. Urge el apoyo en transporte, en alimentación, en infraestructuras… Hemos de preguntarnos hasta qué punto invertimos en la educación”.
En este sentido, ha trasladado cuatro propuestas concretas: “Tener en cuenta la relación con las emociones en el aula; tejer puentes con las comunidades; promover una acción multidisciplinar, involucrando a las familias y participando en otras instancias más allá del aula; y fomentar la formación técnica y superior”.
Todo desde “la conciencia de que hay que contagiar el espíritu de la colaboración. Es un anuncio profético. No podemos ser indiferentes frente a lo inaceptable. Hay que denunciar y no guardar silencio. Hay que activar redes, procesos de voluntariado. Y juntos, pues solos no podemos conjugar todos los talentos”. Y es que “tenemos que tener la capacidad de construir otras formas de relacionarnos. Ganará el planeta, ya que seremos sostenibles y viables como sociedad, aprendiendo a cuidar la vida”.
Interpelada por ‘Vida Nueva’ sobre cómo esta vocación ha transformado su propia vida, Burgos ha transmitido que, “para mí, ser educadora es una opción de vida. Exige un desacomodo permanente. Casi todas las semanas acompaño distintas zonas rurales. Estoy muy próxima a las necesidades de la gente y tengo un compromiso radical con ellos, sabiendo que es necesario el cambio”.
Este “es lento, pero exige opciones contundentes para conseguir la transformación social. Por este trabajo, no vuelves a dormir en paz, sueñas con lo que tienes que hacer… Pero es porque te dejas conmover por su capacidad por cuidar la vida, especialmente las mujeres. Pienso en ellas, compartimos el camino y me nutren en la vida”.
En definitiva, “este es un compromiso para siempre. Lo conoces, te conmueve y te vincula de por vida. Muchas comunidades, a modo de tradición, siembran la placenta del recién nacido en un árbol. Yo estoy ‘ombligada’, vinculada para siempre con ellos. Mi esencia, pese a los momentos de dolor, está ya allí y con ellos aprendes a recargar la esperanza”.
Ha cerrado el acto Macarena Romero, responsable de Incidencia Política de Entreculturas, quien ha enfatizado que “los niños claman que ‘queremos poder aprender en paz’. Para eso son necesarios los compromisos de los estados y la comunidad internacional. Las ayudas son necesarias, así como una inversión pública y eficaz, para que las escuelas sean lugares en los que aprender en paz”.
Así, hay que lamentar que “las ayudas han decrecido tras la pandemia”. Pero hay un rayo de luz: “Aplaudimos la nueva Ley de Cooperación aprobada por este Gobierno en funciones. Al fin fija el 0,7% de ayuda humanitaria que todas las ONG venimos reclamando desde hace años”. Y es que, “si algo nos ha enseñado la pandemia es la interdependencia que tenemos como humanidad. Nos encaminamos hacia una ciudadanía global, una herramienta esencial para hacer frente a todos los desafíos, como el climático. La clave es la corresponsabilidad”.
Foto: Entreculturas.