A los 91 años, en Mónaco, ha muerto el artista más grande de Colombia y uno de los más universales de nuestro tiempo: el escultor, pintor y dibujante Fernando Botero. Dueño de un estilo propio, marcado las composiciones a veces absurdas y por el uso de colores llamativos y por sus figuras voluminosas y rotundas, “los gordos de Botero” son ya su marca eterna.
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Nacido en 1932 en Medellín, tras obtener a los 20 un premio en un concurso local, empleó ese dinero en pagarse un viaje a Europa para imbuirse de su arte. Recorriendo los principales museos del continente (una de sus grandes fuentes de inspiración fue El Prado, en Madrid), se fascinó de un modo especial con el Quattrocento, el primer Renacimiento italiano.
Fama internacional
Tras ir alcanzando con los años fama internacional, entre finales de la década de los 50 y los inicios de los 60, empezó a ser un fijo en las grandes exposiciones de Nueva York, Moscú o París. Desde entonces hasta hoy, su reinado ha sido inabarcable y millones de personas han aplaudido sus obras.
En cuanto a las temáticas de las mismas, la tauromaquia ha tenido un peso fundamental. Recordando las muchas tardes de su niñez, en las que pasaba el tiempo oyendo el eco que salía al exterior desde los cosos, muchos de sus lienzos han recogido distintos lances de la lidia.
Celebración a los 80 años… y a los 90
Pero, además, lo espiritual no le ha sido ni mucho menos ajeno. En 2012, al cumplir los 80 años, creó su ya legendario ‘Viacrucis’, en el que ofreció su particular perspectiva de la Pasión de Cristo, una colección de pinturas y dibujos de Botero que se encarnó como exposiciones en varios museos del mundo y que, a día de hoy, desde el año pasado (al cumplir los 90) en forma de libro, ilustra una obra de arte para muy pocos: hasta el punto de que solo se imprimieron 2.998 ejemplares (200 de ellos formados a lápiz por su autor), teniendo cada uno de ellos un precio de 8.000 dólares.
En dicha obra se puede apreciar en todo su esplendor al Botero más espiritual, dando rienda suelta a numerosos Cristos, Vírgenes o sacerdotes y monjas… en todo su esplendor; es decir, orondos. Pero siempre con un mensaje oculto tras cada imagen. Por ejemplo, en ‘Obispos muertos’, donde aparece un buen número de prelados fallecidos y amontonados en una pila, reflejó la decadencia del poder eclesial en su país a partir de finales de los años 50.
Espíritu libre
Era tal su espíritu libre que otras veces se permitía acercarse a lo religioso desde un sentido del humor en el que no tenía por qué explicar nada. Algo que se aprecia claramente en ‘Baño en el Vaticano’, en el que aparece un obispo, con mitra, báculo y todos los signos propios del atuendo episcopal, flotando boca arriba en una bañera.
Hombre de sincera búsqueda, aunque dejaba claro en sus entrevistas que no era practicante, reiteraba que “a veces soy agnóstico y, otras, creyente”.