La modernidad está en el origen, en el principio. En la ‘Venus’ de Willendorf y también en Giotto dando inicio –y volumen– al Renacimiento. Hacia ellos miró Fernando Botero (Medellín, 1932–Mónaco, 2023) para hacer de la exageración el eje sobre el que giró su arte. “A mí lo que me guía es la historia del arte. De pronto, el volumen de mis obras es exagerado, pero es que la pintura es exageración. ¡Mire el color exagerado en Van Gogh! El arte es una exageración”.
Botero construyó durante ochenta años una obra pictórica –y escultórica– en la que ha logrado “ser fascinante, sorprendente, poético, tierno, sensual, sereno, pero también inquietante, irónico y misterioso: todo a la vez”, en definición de la historiadora del arte Cristina Carrillo de Albornoz. Con ese trazo, “el más colombiano de todos los colombianos” –como a veces se definía– fue capaz de erigir un estilo propio, original, fácil de reconocer y, sobre todo, extraordinariamente popular, capaz de llegar a todos los públicos. Su formidable ética del trabajo –“parece una locomotora de trabajo que no cesa de buscar nuevas formas de expresión”, según palabras de su hijo Juan Carlos– y sus constantes exposiciones por todo el mundo le hicieron célebre.
Falleció el pasado 15 de septiembre, en su casa de Mónaco, al complicársele una neumonía. Tenía 91 años, nunca dejó de pintar, nunca dejó de encarnar ese “espíritu rebelde” presente en sus óleos, sus pasteles, las acuarelas y los dibujos. Debajo del barniz del humor, más allá del punto de partida de que “el arte debe dar placer”, de su pasión por la historia del arte –sus famosas reinterpretaciones de obras maestras– y de su irrenunciable coherencia estética, Botero quiso –y supo– crear una obra en la que lo dramático ocupa un lugar primordial.
Es en este escenario donde habitan sus pinturas sobre la violencia de Estado y la denuncia de la guerra, como la serie sobre la tortura de presos musulmanes en Abu Ghraib o, ya mucho antes, esa serie bautizada como ‘El dolor de Colombia’, entre otras, en la que no quiso dar la espalda al “gran drama”, al desgarro y la angustia del narcotráfico, la guerrilla y los paramilitares.
En esa decisión de reflejar el dramatismo contemporáneo, se inserta también su visión de la ‘Pasión de Cristo’, las obras pintadas entre 2008 y 2011 en torno al Vía Crucis, serie de 27 óleos y 34 dibujos que expuso por primera vez en 2012 en la Galería Marlborough de Nueva York y que donó íntegramente al Museo de Bellas Artes de Antioquia, en Medellín. “Yo soy cristiano y, aunque dudo de muchas cosas, siempre persiste en el cerebro la idea de Cristo como la idea de Dios. Como artista, no la puedo aceptar. Tengo que hacerlo con la admiración que tengo por el hombre extraordinario”, explicó entonces. “Yo diría –añadió más tarde– que la crucifixión es la cosa más dramática que ha existido”.
El origen de ese encuentro con la Pasión está en su intento de reflejar el drama contemporáneo, porque lo suyo no era –ni mucho menos– comedia. “He trabajado sobre la violencia en Colombia, sobre la tortura en Abu Ghraib. Ahora, tenía necesidad de expresar otra vez un tema dramático y apareció el ‘Vía Crucis’. No expreso ninguna sátira, ni ningún humor, como alguna vez he hecho en mis cuadros. Expreso la violencia con la que combatió la divinidad de Cristo. Yo presento la idea de un hombre que produjo una gran revolución, de un ser admirable por su filosofía, pero tratando de evitar la divinidad. La Iglesia ha inventado muchos mitos alrededor de Cristo y de la Virgen”, expuso. La visión de Botero excede las catorce estaciones y las incorpora, además –como hizo el Renacimiento–, a los paisajes de Medellín y de Manhattan: ahí está el beso de Judas, Poncio Pilato, el camino del Calvario, la corona de espinas, la crucifixión en pleno Central Park, el dolor de la Virgen, el entierro… Él sí se atrevió, él sí admitió su propia pasión indudable por Cristo, una anomalía contemporánea.