El domingo 22 de octubre la Iglesia celebra el Domund, que este año tiene por lema ‘Corazones ardientes, pies en camino’. Una buena oportunidad para valorar la entrega de los 10.000 misioneros españoles presentes en los cinco continentes. Según datos de Obras Misionales Pontificias (OMP), el 66,7% están en América, el 15,6% en Europa, el 10,7% en África, el 6,6% en Asia y el 0,4% en Oceanía. Sacerdotes, religiosos y laicos, no dudaron en irse al otro lado del mundo o a países donde los cristianos son una minoría muy minoría, siendo su número comparable al que pueda haber en una pequeña ciudad de nuestro país.
Gracias a OMP, contactamos con hombres y mujeres que encarnan esta entrega sin barreras ni límites. El primero es el extremeño Antonio López García-Nieto, hermano del Sagrado Corazón (corazonistas) en el archipiélago de Vanuatu (Melanesia), en Oceanía. Su compromiso nació de un modo sorprendente: “El 8 de diciembre de 1976, fiesta de la Inmaculada, se reunió en Madrid el consejo provincial de mi congregación y aceptó mi ofrecimiento para ir de misionero a Oceanía”.
En ese momento “yo era un joven religioso de 18 años que había hecho mi primera profesión un año antes y estaba iniciando mis estudios en la escuela normal de Vitoria, al mismo tiempo que continuaba mi formación religiosa en Alsasua (Navarra). No se me había pasado por la mente la posibilidad de ser misionero. Me encontraba muy a gusto en España y soñaba con poder dedicarme a la educación de los jóvenes”.
Pero, solo un mes antes, supo que “los hermanos de Nueva Caledonia pedían que les enviasen un misionero y, hasta aquel momento, no se había presentado ningún voluntario. Entonces, no sé cómo ni por qué, se encendió en mí una luz: ‘Aquí estoy, Dios mío, mándame’. Son esas cosas que tiene el Señor, que, sin que te lo esperes, pone delante de ti un camino que nunca habías podido imaginar. Me presenté como voluntario sin saber demasiado dónde se encontraba ese país, que yo situaba allá por el centro de África…”.
Tres meses más tarde, “a finales de febrero de 1977, aterricé en Oceanía”. No fue fácil: “Dejaba a mis padres… Siempre me habían apoyado en mi vocación religiosa y, aunque les costó mi decisión, vieron en ello la llamada de Dios y me apoyaron, como siempre lo han hecho”. Su primer destino fue Bourail, en Nueva Caledonia: “Llegué casi sin darme tiempo para nada y a unos días del inicio del curso. Me tuve que adaptar rápidamente a mi nueva vida: hablar y enseñar en otra lengua, el francés; vivir en comunidad con hermanos misioneros canadienses, melanesios y polinesios; comenzar una labor educativa para la que, es verdad, todavía no estaba muy preparado. Fue duro, pero me adapté rápido”.
Tras unos años en Bourail, “me mandaron a la isla de Ouvea, del vecino archipiélago de las Islas Lealtad. Poco a poco, esa vocación misionera se iba consolidando y adquiriendo fuerza”. Tras un paréntesis en España para concluir su formación, Antonio regresó, pues “el gusanillo misionero ya estaba ahí y no había marcha atrás”. A su vuelta a Oceanía, en un primer momento fue destinado a la misión de Montmartre, en la isla de Efaté, del archipiélago de Vanuatu, hasta que, “en 2003 los superiores me mandaron a la misión católica de Lowanatom, situada en la isla de Tanna, al sur del país, y desde entonces aquí estoy ejerciendo mi apostolado misionero”. En total, “son ya casi 47 años desde que surgió mi primera llamada a la misión”.
Echando la vista atrás, el corazonista estalla de gozo: “Soy un privilegiado. Algunos dicen que admiran mi espíritu de sacrificio, que me ha llevado a dejar familia, casa, país, lengua, amigos… Es lo contrario a mi experiencia. No he renunciado a nada, sino que he escogido la mejor parte, que el Señor ha escogido para mí. Me ha dado ciento por uno en familia (tengo un montón de hermanos en mi congregación), en casas (cuento con una en 33 naciones), en países (me siento muy ligado a seis), en lenguas (puedo entenderme en siete idiomas), en amigos (tengo un montón, entre los que se encuentra una gran cantidad de antiguos alumnos a los que he ayudado a crecer como personas y como cristianos) … No he renunciado a nada. De la mano de Dios, he escogido y he salido ganando con creces”.
Entre otras cosas, su vocación le ha abierto la mente: “Cuando estaba en España, en los años 70, tenía una mentalidad muy cerrada, propia de aquella sociedad. Marchar lejos y entrar en contacto con otra cultura, con otras personas, me ayudó a relativizar mucho todo; a comprender que Dios acompaña a cada uno a su manera y está presente en diversas formas de pensar y de actuar. Hay que saber descubrir la presencia de Dios en la diferente riqueza de cada cultura, de cada lugar, de cada tradición, de cada mentalidad”.
Otro regalo es el dejarse llevar, movido por el Espíritu: “A veces se piensa que los misioneros ‘llevamos’ cosas a los demás: la Palabra, una nueva manera de hacer las cosas… Y no estamos por encima de aquellos a los que hemos sido enviados. Recibo cada día mucho más de lo que puedo aportar. Tengo un respeto enorme por las personas con las que vivo cada día, especialmente por los jóvenes a los que acompaño”.
Antonio experimenta “una vocación de hermano, que no es un título, sino una realidad, contribuyendo a la construcción del Reino aquí y ahora junto a cada uno de los que estamos en el mismo camino. Es una gracia que, debido a la mentalidad clerical que todavía abunda en la Iglesia, muchos no acaban de comprender. Pero es la vocación que más se asemeja al estilo de vida de Jesús, pues él fue un laico pobre, con un corazón abierto a todos, disponible en todo momento, que vivía en comunidad, que rezaba personalmente y con el Pueblo de Dios, que pasaba haciendo el bien anunciando el amor incondicional del Padre”.
Su misión “no tiene nada de espectacular, de grandes aventuras. Se desarrolla en el mundo de la educación, pues soy educador en un colegio. Mi proyecto de vida se basa en el, ‘en todo, amar y servir’, de san Ignacio de Loyola. Lo hago desde la disponibilidad y el servicio, intentando que sea con una sonrisa en los labios”. En su día a día, ese servicio se encarna en “la educación religiosa de los chicos y chicas del liceo, que tienen entre 16 y 19 años. Es una gozada, especialmente cuando cada mañana oramos la lectio divina basada en el evangelio del día. Mis alumnos la reciben con mucha atención. Tienen un gran sentido de lo sagrado y creo que les hace un gran bien; pero a mí también, porque compartir la Palabra me ayuda a meditarla y a aplicarla a mi vida. Esta educación religiosa la prolongo con la coordinación de la pastoral en el centro”.
Pero su servicio, integral, va mucho más allá: “Apoyo al director en el mantenimiento del orden y la disciplina y en la gestión de los proyectos de desarrollo. Me encargo igualmente de la organización de la biblioteca, que es fundamental en un lugar como este, en que los recursos no son muchos. Y, para terminar, cada tarde estoy disponible en la enfermería”.
En definitiva, “la mía es una vida normal, entregada a los demás, desde el amor y el servicio, desde la humildad y la sencillez, siendo testigo de la fe y de la esperanza que me habitan, del amor de Dios que está a la base de mi vocación. Nada más… y nada menos”.