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Oleksia, la religiosa que conduce bajo las bombas en Ucrania





“La primera vez que me puse el chaleco antibalas me caí al suelo porque pesaba demasiado. Con mucho gusto prescindiría de él, pero mi Superiora siempre recomienda que lo lleve”. La hermana Oleksia Pohranychna vive en Járkov, en el este de Ucrania, a 20 km de la frontera con Rusia.



Desde que estalló la guerra, ha cruzado las zonas amenazadas por la artillería de Moscú para llevar alimentos y medicinas a los habitantes de los pueblos bombardeados. Entra en los búnkeres para estar con niños y ancianos que no ven la luz del día durante semanas. Un día me encontré con ella en el cementerio de la catedral greco-católica de San Nicolás. Frente a la iglesia había al menos dos mil personas haciendo cola, casi todas madres con niños pequeños, que esperaban para recibir un paquete de ayuda humanitaria. El frío les tenía callados, solo se oía llorar a unos niños. “Estoy cargando la furgoneta para ir a Saltivka, podemos ir juntos si me ayudas”, dice sin aliento. Sacos de patatas, mantas, cajas llenas de comida y también velas, leña y agua. Cruzamos Járkov, la segunda ciudad ucraniana más grande, en total silencio. Aquí vivían aquí un millón y medio de habitantes, de los cuales quedan menos de la mitad.

Oleksia aparca la furgoneta bajo un edificio de diez plantas destruido y aparentemente deshabitado. Todos los vecinos se han ido menos tres abuelas, la mayor tiene 85 años. Viven en sótanos, sin calefacción ni agua corriente y se las arreglan solo con la ayuda que les brinda esta monja. En Járkov, 250.000 familias ya no tienen casa y muchas siguen viviendo entre los escombros porque no tienen alternativas. Oleksia forma parte de la congregación greco-católica de San José.

Colas en la frontera

Al pasar junto a una escuela infantil, reducida a escombros, habla de esta guerra que se libra en el corazón de Europa desde hace más de un año. “La noche del 23 de febrero de 2022 estaba en Leópolis, mi ciudad natal. A las 5.30 de la mañana, el guardián de la catedral de San Nicolás en Járkov me llamó y me dijo angustiado: “Aquí están bombardeando”. Los primeros días nos invadió el pánico y el terror. Me quedé en Leópolis porque allí llegaba gente de toda Ucrania. Todos querían escapar al extranjero. Abrimos el convento a los refugiados. Desde las zonas afectadas por los bombardeos nos pidieron medicinas y vendas para los heridos. Y así empezamos a hacer vendas con las sábanas de convento”.

En dos semanas, más de cuatro millones de refugiados abandonaron Ucrania. La mayoría eran mujeres que huían con sus hijos pequeños. Debido a la ley marcial, los hombres de hasta sesenta años no pueden salir del país. La estación de tren estaba abarrotada por miles de personas que no tenían adónde ir, y por la noche la temperatura alcanzaba los 20 grados bajo cero. Las colas en la frontera duraban más de veinte horas, las carreteras principales estaban congestionadas, así que la única manera de salir de Ucrania era en tren. En el extranjero, los centros de acogida para refugiados suelen estar fuera de la ciudad, en el campo, y sin coche es un problema.

“Un día me llamó una madre de tres hijos a quien había conocido en Járkov y me dice: ‘¿Puedo pedirte un favor? Si mi marido trae su coche a Leópolis, ¿podrían entregármelo en Polonia? Ya sabes, mi marido no puede salir…’ Después de unos días, el marido llegó con un coche enorme. “Era un todoterreno. Pensé: ‘¿qué dirá la gente cuando vea a una monja conduciendo un BMW carísimo?’ Al final lo hice. En la aduana no me preguntaron nada, pero estaba tan nerviosa que pulsé mal un botón y apagué el coche.

Ayudar a la población

Oleksia continúa viajando de Leópolis a Polonia para llevar a niños enfermos al extranjero para que reciban tratamiento. Son niños en diálisis o con cáncer. En la frontera hay médicos polacos esperándolos. “Cada vez que me ven me preguntan: ‘Hermana, ¿es usted la que condujo hasta aquí?’. ‘¿Veis alguien más?’, les respondo. A veces regreso a Ucrania en tren, otras en la furgoneta de los frailes redentoristas de Chernígov, llena de ayuda humanitaria. Un día una madre me pidió desesperada que la llevara a Polonia. Me dijo que eran solo ella y su hija. Cuando fui a recogerlas aparecieron con un gato y un perro que babeaba por todos lados. Las hice subir en el coche sin pensármelo demasiado. Me dije a mí misma: ¿lo perdieron todo y encima les voy a decir algo?”.

Regresó a Járkov tres meses después del inicio de la guerra conduciendo una furgoneta llena de ayuda humanitaria. El viaje de Leópolis a Kiev le pareció irreal. A lo largo del camino, más de mil kilómetros, no se encontró con nadie hasta el punto de que llegó a dudar de haber tomado el camino correcto. “Cuando llegamos era de noche y el paisaje era fantasmal. Las luces estaban apagadas, ni siquiera los semáforos funcionaban. Casi todos los edificios estaban destruidos. Las primeras dos semanas dormimos en la iglesia. Llevamos las camas allí porque hay un sótano donde nos sentimos más protegidos. La onda expansiva de las explosiones se siente menos”.

En septiembre, el ejército ruso se retiró de la ciudad de Izium, donde se encontraron fosas comunes y cámaras de tortura. Cuando se enteró de la liberación, Oleksia corrió allí para ayudar a la población. “Cuando nos vieron se conmovieron, algunos nos dijeron que pensaban que iban a morir sin volver a ver a un religioso o sin poder ir a misa. Rezo todos los días por el fin de la guerra”, concluye Oleksia.


*Reportaje original publicada en el número de septiembre de 2023 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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