“La situación en Haití no es nada fácil. Este es un conflicto cronificado, en el que los niveles de violencia y barbarie van aumentando y cada vez aceptamos y aceptamos más”. Así de dolida se muestra, en conversación con Vida Nueva, la misionera española Valle Chías, religiosa de Jesús-María (rjm) que, tras el asesinato de su compañera Isa Solá hace siete años, fue una de las hermanas de la congregación que quiso ir a la isla caribeña a continuar su pastoral de entrega con los últimos.
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Encarna su vocación de religiosa junto a la de médica, atendiendo a muchas personas que necesitan atención sanitaria en la región montañosa de Jean Rabel. Desde ahí, aunque la situación no es tan grave como en la capital, Puerto Príncipe, donde no es osado hablar de ‘estado de guerra’, Chías lamenta cómo “las bandas armadas siguen ocupando cada vez más territorio”. Un avance más que preocupante: “La policía tiene poco que hacer y los movimientos civiles que intentaron hacer frente se han agotado en una batalla desproporcionada”.
Régimen del terror
De hecho, unas 200 bandas, divididas en dos grandes coaliciones rivales, la GPEP y la G-9, imponen el régimen del terror con secuestros, asesinatos, violaciones, incendios… La capital es prácticamente suya y no hay atisbo alguno de autoridad. Pero su influencia se extiende y puede decirse ya que la mayoría del territorio nacional está en manos de criminales.
Así, la realidad es que los criminales “mandan y aquí se vive a su antojo. No hay Gobierno desde el asesinato del presidente Jovenel Moise en julio de 2021. El primer ministro, muy en entredicho, poco o nada puede hacer. Hace ya un año lanzó una petición de ayuda internacional para poder hacer algo de frente a esta crisis. Tras pasar la pelota de tejado en tejado, sin concreción real de las ayudas y con muchos informes de organizaciones internacionales sobre violación de derechos, niveles de hambruna, inseguridad alimenticia…, hace un mes volvió a moverse el asunto. La ONU aprobó una intervención internacional en Haití por doce meses y, principalmente, para favorecer corredores de entrada de ayuda humanitaria y un clima para poder celebrar las elecciones que nunca llegan. Seguimos esperando”.
Difícil relación con los dominicanos
A esto se suma “la difícil relación con nuestros vecinos dominicanos, que, sin entrar a juzgar su política, siguen aumentando las deportaciones de haitianos. Se ha cerrado la frontera durante un mes para personas y mercancías y, aunque ahora se ha abierto parcialmente, el asunto, por unos y otros, no llega a fluir”.
En medio de este caos, un elemento ha surgido “como detonante: la construcción de un canal por parte del pueblo haitiano del río que separa ambos países, el río Masacre. Realmente, es el pueblo quien está aportando lo poquito que tienen; de hecho, se hacen colectas con este motivo en las iglesias, sin importar la confesión”.
Deciden quién vive y quién muere
En espera de avances que encaucen de un modo real e integral la situación de parálisis nacional, la realidad que percibe cada día esta religiosa de Jesús-María es que “tenemos una capital gobernada por bandas armadas que, además, se encuentran continuamente en luchas de territorio. Y varias zonas más del país también están ocupadas por otros grupos violentos. No, no hay un fin político, ni un ideal… Por mucho que alguno de sus líderes su autoproclame el salvador de Haití y vaya decidiendo quién vive y quién muere”.
Entonces, ¿quién (des)gobierna Haití? Aquí, la respuesta de Chías es descarnada… “Es el dinero, el poder, las armas, el tráfico de drogas… Es mantener un país sin ley para que otros puedan hacer sus negocios… ¿Acaso podemos pensar que todas esas armas las han fabricado en Haití cuando no hay fábricas de casi nada? ¿Creemos que Haití es un productor de drogas cuando apenas tiene capacidad de cosechar para su propia gente? Como en la mayor parte de las guerras actuales, el escenario es uno y las víctimas son unos, pero realmente son otras banderas las que andan detrás”.
Perjudica la centralización
Si ya es dramático que “las bandas estén presentes en la mayor parte del país”, se cuestiona por qué, al menos, “el resto tampoco vivimos tranquilos”. La razón es que “este es un país centralizado, por lo que la mayor parte de los servicios se encuentran en estas zonas ocupadas. De hecho, pienso que aquí, en la región de Jean Rabel, donde vivimos las religiosas de Jesús-María, no han llegado las bandas porque poco les interesa la nada que tenemos. Eso o que, por ahora, hemos tenido suerte de estar en este rinconcito del país”.
Con todo, “es muy doloroso todo ver cómo la gente se va. Quien puede, lo hace legalmente. Muchos se acogen al programa migratorio de Biden, por el que puedes estar dos años en Estados Unidos. Y después… pues eso. Y estos son los que pueden y tienen medios y, generalmente, formación. Otros pocos se tiran al mar en cualquier cosa que medio flote. Pero es que aquí no hay casi de ¡nada! Es muy duro ver a tu hijo morir de hambre. Infectarte de no sé qué porque sí, pues solo puedes beber el agua (sucia) del río. Vivir con un continuo picor de piel por esa misma agua en la que te bañas. Estar día tras día peleando con la tierra seca para que, o no llueva o una riada se lleve tus bananeras. Es muy duro no poder pagarte una moto para desplazarte. No tener para escolarizar a tus hijos. No poder pagar un médico, una medicina. Estar semanas con tu pequeño enfermo. Vivir en una casa que se cae a pedazos. Morirte en casa con un cáncer que te come”.
La esperanza es difícil
Desesperada, la misionera española clama al cielo: “Eso veo, esos vemos y tocamos cada día. No pretendo hacer un relato lastimoso. No pretendo adornar con palabras la realidad. Es esto. Y a veces la esperanza es difícil. Te ves a diario peleando con un modo de acompañar en el que sabes que tienes dones, recursos, contactos, pero te cuestionas: ¿paternalismo? Dialogar con las compañeras de comunidad y tratar de poner criterios, sabiendo que cada caso, cada historia hace que vuelvas a preguntarte y a cuestionarte: ¿cuál es nuestro papel aquí? Me cuesta que me llamen misionera porque siento que ellos son los que me misionan a mí. Los que me anuncian la Buena Noticia del Evangelio”.
La onda expansiva de la catástrofe está ya llegando a su alejada zona montañosa, por lo que urge sacar lo mejor de sí mismas y ofrecer sus manos desnudas: “Son cada vez más las personas que han llegado de Puerto Príncipe, con lo puesto. Entraron las bandas en su barrio y tuvieron que huir. Algunos han perdido algún miembro de la familia. Una chica de 12 años, a la que su madre le había sacado del pueblo para llevarla a Puerto Príncipe y que tuviera más oportunidades para estudiar, se volvió. Los más de 300 kilómetros de camino los hizo sola, a pie o en la moto de alguna buena persona. Solo me decía: ‘No me gustaba lo que veía’. Otra madre empezaba así su historia: ‘Cuando los gangs quemaron mi casa’… Y el consuelo es que al menos pueden contarlo”.
Toda la confianza en Dios
¿Hay salida para Haití? “Cuando ves a la gente aquí, cómo siguen levantándose cada mañana, cómo siguen buscando y construyendo vida, cómo se toman la vida muy en broma porque es muy seria, cómo oran, cómo siguen caminando… Me hace pensar o desear que sí. Mientras tanto, tenemos que levantarnos cada día con ellos, cometer muchos errores y algún que otro acierto y aprender de ellos a poner toda la confianza en Dios… y en que, quienes tienen la capacidad de cambiar las cosas, se dejen tocar el corazón”.