El domingo 29 de octubre concluyó la primera de las dos sesiones de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que finalizará en octubre del año próximo. No ha sido un Sínodo nuevo, pero sí un Sínodo muy diferente a los anteriores y que, por algunas de sus características, puede ser calificado como revolucionario: precedido por una consulta sin precedentes al Pueblo de Dios, que ha durado más de dos años y que aún no ha concluido, y la apertura en sus filas a las mujeres, a las que por primera vez en la historia se ha reconocido el derecho al voto.
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Un Sínodo, pues, que podemos calificar como el acontecimiento eclesial más importante después del Concilio Vaticano II, ya que supondrá un cambio transcendental en las estructuras de la Iglesia (“no una Iglesia nueva, sino una Iglesia diversa”, como se ha dicho). Y un Sínodo, en consecuencia, que no podía dejar de provocar reservas y herir sensibilidades ancladas en el tradicionalismo, que es algo muy distinto del respeto creativo por la Tradición. Ese es el gigantesco desafío planteado por el papa Francisco y, si lo gana, como cabe esperar y desear, será el signo que marcará su paso a la historia.
La misa con la que se clausuró la asamblea, que reunió el domingo en la Basílica de San Pedro a 5.000 fieles que querían acompañar en este momento histórico a los 464 padres y madres sinodales, tuvo sin duda un carácter muy solemne. El Santo Padre –así me lo pareció a mí al menos– la presidió con una actitud concentrada, que no ensombrecía su satisfacción al ver concluida una etapa que no ha sido fácil siempre y que en los últimos días conoció horas agitadas por un viento contestatario que, por provenir de altas esferas de la Curia romana, hicieron necesaria la intervención papal.
El color verde de los ornamentos –propio del Tiempo Ordinario– unificaba la masa del medio millar de los celebrantes, pero no eliminaba su diversidad étnica (más de 90 naciones estaban representadas) ni la singularidad que distinguía a los patriarcas orientales vestidos de blanco y sus cabezas ornadas con vistosas coronas.
Amar a Dios y al prójimo
Presidió el rito eucarístico el secretario general del Sínodo, el cardenal maltés Mario Grech, pero la homilía la pronunció Bergoglio. Apenas comenzó a hablar, dijo: “Al finalizar este tramo de camino que hemos recorrido, es importante contemplar el principio y fundamento del que todo comienza y vuelve a comenzar: amar. Amar a Dios con toda la vida y amar al prójimo como a nosotros mismos. No nuestras estrategias, no los cálculos mundanos, no las modas del mundo, sino amar a Dios y al prójimo; ese es el centro de todo”.
Después de citar al cardenal Martini sobre el riesgo que corremos de querer “controlar a Dios”, encerrando su amor en nuestros esquemas, prosiguió: “Debemos luchar siempre contra las idolatrías, que a menudo proceden de la vanagloria personal, como el ansia de éxito, la autoafirmación a toda costa, la avidez del dinero (el diablo entra siempre por el bolsillo, no lo olvidemos), la seducción del carrerismo… Pero también por idolatrías disfrazadas de espiritualidad: mis ideas religiosas, mis habilidades pastorales”.
“No existe una experiencia religiosa auténtica que permanezca sorda al clamor del mundo”. Esta frase se vio complementada con estas siguientes: “Pienso en los que son víctimas de las atrocidades de la guerra; en los sufrimientos de los emigrantes; en el dolor escondido de quienes se encuentran solos y en condiciones de pobreza; en quienes están aplastados por el peso de la vida, en quienes no tienen más lágrimas, en los que no tienen voz. (…) Es un pecado grave explotar a los más débiles, un pecado grave que corroe la fraternidad y devasta la sociedad”.
Tierna presencia
En uno de sus últimos párrafos volvió a evocar el Sínodo: “En esta conversación del Espíritu hemos podido experimentar la tierna presencia del Señor y descubrir la belleza de la fraternidad. Nos hemos escuchado mutuamente y, sobre todo, en la rica variedad de nuestras historias y nuestras sensibilidades. Nos hemos puesto a la escucha del Espíritu. Hoy no vemos el fruto completo de este proceso, pero, con amplitud de miras, podemos contemplar el horizonte que se abre ante nosotros. El Señor nos guiará y nos ayudará a ser una Iglesia más sinodal y misionera que adora a Dios y sirve a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo, saliendo a llevar la reconfortante alegría del Evangelio a todos”.
Como recalcó Francisco, “esta es la Iglesia que estamos llamados a soñar: una Iglesia sierva de todos, sierva de los últimos. Una Iglesia que no exige nunca un ‘carnet de buena conducta’, pero que acoge, sirve, ama, perdona. Una Iglesia de las puertas abiertas, que sea un puerto de misericordia”.
Finalmente, dio gracias a todos los sinodales “por el camino que hemos hecho juntos, por la escucha y por el diálogo. Y, al agradecerles, quisiera expresarles un deseo para todos nosotros: que podamos crecer en la adoración a Dios y en el servicio al prójimo. Que el Señor nos acompañe. Y adelante, ¡con alegría!”.
La asamblea se disolvió alegremente, como había deseado el Pontífice, y porque cada uno pudo regresar a sus apartamentos romanos con la sensación de haber trabajado y orado intensamente durante los 25 días que ha durado el Sínodo. “Estamos muy cansados porque el ritmo de trabajo –nos dijo un sinodal– ha sido muy intenso, con jornadas a veces agotadoras, pero también muy satisfechos porque se han superado no pocas dificultades y, sobre todo, en ningún momento se han registrado tensiones “.
Comparecencia intempestiva
Esa es la impresión que pusieron en evidencia el cardenal Grech y el relator sinodal, el cardenal Jean-Claude Hollerich, al comparecer ante la prensa para presentar la relación de la Síntesis de la primera sesión de la XVI Asamblea General Ordinaria. Una comparecencia que tuvo lugar a las nueve y media de la noche del sábado 28 de octubre; horario tan insólito que no recuerdo nada semejante en mis años de estancia en Roma y que se debió al retraso acumulado por la incorporación de 1.200 modificaciones al texto y a la votación de cada uno de sus párrafos.
La hora intempestiva, el evidente cansancio de los dos purpurados comparecientes y la entrega de la Síntesis en el mismo momento de su alocución chocaron con la impaciencia de los informadores, especialmente de los que, como en briefings anteriores, buscaban disidencias que, en su maliciosa intención, podrían desembocar en un cisma o al menos en más de una escisión.
Grech confesó que estaba viviendo un momento de “alegría y entusiasmo” porque, como ha repetido el Santo Padre, “la afirmación de que ‘el protagonista del Sínodo es el Espíritu Santo’ no es un eslogan, sino el principio básico de toda la acción sinodal. (…) Muchos piden resultados enseguida, pero la sinodalidad es, por el contrario, un ejercicio de escucha prolongada, respetuoso y sobre todo humilde”.
Su tarea es proponer
Respondiendo a interpretaciones inexactas y malévolas de cuanto ha sucedido estas semanas en Roma, desmintió que “el texto de la Síntesis haya sido redactado antes”; también aclaró que “el discernimiento eclesial se funda sobre la escucha recíproca para comprender dónde el Espíritu está conduciendo a la Iglesia, y se funda sobre el consentimiento. En la sociedad civil funcionan en general dos dinámicas: o la decisión de uno o de pocos o la de la mayoría. También la asamblea ha votado, pero como búsqueda de un consenso más amplio y convencido. Vale la pena explicar este principio para que no sea entendido en clave sociológica y confundido con los sistemas que regulan la opinión pública. (…) La convergencia de todos en una posición, por la fuerza del Espíritu que mueve los corazones a la adhesión, es el criterio y la medida de la infalibilidad in credendo del pueblo santo de Dios. (…) Decisiones apresuradas, afirmaciones partidistas, conclusiones no compartidas son el contrario de la sinodalidad porque acaban con ralentizar el caminar juntos del pueblo de Dios. En realidad, no es la asamblea la que puede decidir; su tarea es proponer y, leyendo la Síntesis, se podrá ver que esta tarea ha sido desarrollada debidamente”.
Por su parte, el cardenal Hollerich hizo notar que, “para el tiempo comprendido entre las dos sesiones, el trabajo ya ha sido definido: partiendo de las convergencias alcanzadas, las comunidades serán llamadas a profundizar las cuestiones y las propuestas, combinando discernimiento espiritual, profundización teológica y ejercicio pastoral”.
Según el jesuita luxemburgués, la Síntesis recoge en sus páginas tres dimensiones: la misionera; la exigencia de la formación, porque la sinodalidad es una ‘cultura’, una ‘forma de Iglesia’, un ‘estilo de vida cristiana’ que invade todos los campos y que no se puede improvisar; y, por fin, la solidaridad con la humanidad y sus dramas, que aumenta por el hecho de que, solo pocos días después del inicio de la asamblea, un terrible conflicto ha estallado en Tierra Santa, uniéndose a la lista dolorosa de las guerras de nuestro tiempo que agravan la pobreza, obligan a la emigración y conducen a la muerte”.
Cierre de intervenciones
Contestando a las pocas preguntas que se le formularon, el relator general señaló que a él no le habían sorprendido los votos negativos que acompañaron algunas de las propuestas de la síntesis. “Más bien me ha sorprendido y admirado –puntualizó– el alto número alcanzado al votar algunas de las propuestas más discutidas en estas semanas. Eliminar el término ‘divergencias’ en la relación final se debe a que no refleja realmente la situación vivida y a que de lo que se trata es de encontrar un terreno común para construir, proceso que comienza al final de esta asamblea”.
Inmediatamente antes de la conferencia de prensa, había tenido lugar la 21ª congregación general, presidida por Francisco, que hizo una escueta intervención para “agradecer el trabajo de todos y cada uno, especialmente el de los escondidos que han hecho posible todo esto”. El responsable de cerrar el turno de intervenciones de la asamblea fue el cardenal mexicano Carlos Aguiar, uno de los 12 presidentes delegados del Sínodo. Sentado a la izquierda del Pontífice en la misma mesa circular, el purpurado afirmó: “Estamos respondiendo al llamamiento de san Pablo VI, que, en pleno Concilio Vaticano II y mediante su primera carta encíclica ‘Ecclesiam suam’, reivindicó la legitimidad de estos foros consultivos reflejada en los trabajos del presente Sínodo”.