Cultura

Luis Mateo Díez, lucidez y conciencia frente a las sombras





Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) gana el Cervantes, y es un premio –más que justísimo– a la fábula, a la bondad, a la trascendencia, a los desarraigados, a los frágiles, a los idealistas, a toda esa caterva de “héroes del fracaso”, cómo el mismo denomina a sus personajes, que siguen compareciendo en Celama y en su entorno: el gran espacio mítico que conforma la obra y la trayectoria de un escritor incontenible y, sin lugar a dudas, humanista.



Celama, como acota el propio Luis Mateo Díez, “no es un artificio, es un símbolo y una metáfora del mundo interior”. El mundo del propio escritor, que comparte, difunde, explora junto a sus fieles lectores. Y, a la vez, la visión crepuscular de lo rural –y de la civilización contemporánea–, donde sus personajes, muchas veces solitarios, se encuentran con el vacío, y lo combaten y fracasan, o se conforman y se repliegan, siempre armados con la imaginación.

Luis Mateo Díez es un no creyente que despliega en cierto modo un humanismo que puede describirse como cristiano: “A los más agnósticos nos cuesta hacernos a la idea de otras religiones posibles, el asunto lo teníamos resuelto desde hace años. Uno respeta la religión, las religiones, y vive como puede con su conciencia cívica, convencido de que el bien es infinitamente mejor que el mal y que la malbaratada bondad humana es lo más hermoso que puede albergar nuestro corazón”.

Él mismo señala que en su obra “hay como un uso amargo de la ausencia de Dios. En mis personajes está bastante explícita la idea de que Dios no está presente o, a veces, estos son descreídos. Sin embargo, hay un gran sentido de lo sagrado”. O repetido de otro modo: “Yo siempre digo que escribo no fábulas de misterio, sino misteriosas. Porque lo misterioso tiene también connotaciones trascendentales”.

A propósito de ‘La cabeza en llamas’ (Galaxia Gutenberg, 2012), profundiza el escritor: “En mis personajes creo que hay un rastro de una cierta idea de trascendencia que a veces es desazonadora, a veces les inquieta mucho… sería como si tuvieran una conciencia de que lo convencional de las creencias no les llena, que hay un trasfondo más fuerte y poderoso que ellos no alcanzan. Es verdad que parte de su amargura está en esa sensación de que una cierta falta de fe es para ellos como un vacío que no saben llenar con ninguna otra cosa”.

Nadar en la nada

Esa búsqueda de trascendencia se refleja en una cierta imagen variopinta de Dios o de lo sagrado, que a veces es cruel. “He tenido a lo largo de mi vida muchas sensaciones de vacío y, desgraciadamente, me he acomodado al vacío, lo cual no puedo decirlo como una cosa demasiado honorable. Es curioso y, aunque parezca una contradicción, quizás por eso mis personajes no han llegado tan lejos como yo, he llegado a cierta satisfacción en este vacío, que es como nadar en la nada”. A la par, admite que “he encontrado consuelo en la literatura. Soy partidario de lo que los clásicos llamaban ‘consolatio’, y aquí hay connotaciones cristianas, qué duda cabe”.

Esa necesidad de consuelo la ha transformado en un contingente literario en el que abundan las fábulas –literalmente, un lugar donde sucede lo fabuloso– y la aparente irrealidad: pero su narrativa es indudablemente real, dotada de un arraigo íntimo con nosotros mismos, la viveza de la mirada interior y las sombras de lo contemporáneo.

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