Su madre no quiso verla cuando llegó al mundo. ¿Hay algo más terrible? Ese fatalismo griego del que ella hablaba, adherido a su piel, y con el que intentaba justificar la grisura y soledad de una vida en la cumbre, la acompañó hasta el último aliento. Se sintió no querida, abandonada (sus padres se separaron cuando cumplió 13 años) y quizás buscó en Elvira de Hidalgo, su maestra y mano derecha, esa figura materna que la vida le hurtó. Callas, con el artículo delante, capaz de poner al público a sus pies o frontalmente en su contra y de mimetizarse con las heroínas a las que dio voz.
Divina y con un halo de misticismo, de leyenda también. Antes de subir al escenario, pedía, como una súplica a quienes se arremolinaban a su vera, que rezaran por ella. Decía que era una fatalista, “quizá sea porque soy griega”, y repetía, como una letanía:“Siamo sempre nelle mani del nostro Dio! (¡Estamos siempre en manos de Dios!)”. Una vez, y otra, y otra. Siempre la misma escena.
Cada vez que Maria cantaba en La Scala de Milán –cuenta su marido, Giovanni Battista Meneghini–, que era obligada parada la visita al Duomo, donde oraba genuflexa frente a la Virgen. Podía pasar media hora como ausente, ensimismada en sus rezos. Aunque se había casado con un católico, seguía siendo griega ortodoxa. “Ella trató de adaptarse a nuestra liturgia católica, pero prefería su propia liturgia ortodoxa”, revela en la biografía ‘Maria Callas. Mia moglie’ (Maria Callas. Mi esposa), escrita cuando el ex esposo contaba 85 años.
“Hoy no hay ninguna voz comparable a la suya, de características únicas. Lo que no quiere decir que no tengamos cantantes magníficas e, incluso, en algún caso, más ortodoxas y canónicas”, explica el crítico musical Arturo Reverter. ¿Cómo era la voz de la Callas? “Entubamientos, sonoridades veladas, graves abiertos y a veces desgarrados, notas ásperas, ciertas durezas en la primera octava eran empleados por Maria Callas con un genio indiscutible en un lento proceso de maduración expresiva que conducía a sellar con arte superior las vivencias, sentimientos y situaciones anímicas de sus personajes. Y luego, en los ascensos a la octava alta, de pronto, inesperadamente, esos sonidos desagradables, esos ataques virulentos e híspidos, se hacían suavísimos, acariciadores, envolventes y cálidos”, detalla.