Si hay alguien referente para las organizaciones católicas presentes estos días en la Cumbre del Clima de Dubái, la COP28, ese es el carmelita argentino Eduardo Agosta, asesor principal del Movimiento Laudato si’, integrado en el Dicasterio para el Desarrollo Humano e Integral, cuyo prefecto es el cardenal jesuita Michael Czerny.
De hecho, a la cita de la ONU acude como miembro de la Delegación de la Santa Sede, que estará encabezada estos días por el secretario de Relaciones con los Estados, Paul Gallagher, y por el secretario de Estado vaticano, el cardenal Pietro Parolin. Todos ellos trabajarán para que el 12 de diciembre, cuando se clausure la COP28, se haya cumplido uno de los propósitos de la delegación eclesial: llegar a un consenso para un Tratado de No Proliferación de Combustibles Fósiles, que complemente el Acuerdo de París. Algo que Agosta sabe complejo, pues “hay muchos intereses por parte de países muy ligados a la producción del petróleo”.
PREGUNTA.- Después del histórico Acuerdo de París, suscrito en la Cumbre del Clima de 2015, casi todos reconocen que no se ha implementado la reducción de los gases contaminantes. ¿Se puede esperar de la COP28 de Dubái que sea el necesario aldabonazo que cambie el rumbo?
RESPUESTA.- El Acuerdo de París de 2015 implicó, ciertamente, un reconocimiento del problema, aceptándose que existe un cambio climático de origen humano, debido a las emisiones de gases de efecto invernadero, siendo entre ellos el más importante el dióxido de carbono por la quema de combustibles fósiles. Por primera vez, se escuchó a la ciencia. Ese fue el gran logro.
El problema es que pasaron los años y todos esos compromisos concretos no se fueron implementando. Especialmente los relativos a la mitigación, que tiene que ver con la captura y almacenamiento de CO2 en forma tecnológica o natural, con la reforestación o la reducción drástica del uso o el consumo de los combustibles fósiles.
Lamentablemente, nada de eso se hizo. El año pasado se logró un compromiso para la creación de un fondo de pérdidas y daños para los países que están sufriendo las consecuencias del cambio climático. Con lo cual, hay mucho por hacer, especialmente ante el gran ‘elefante blanco’, que sigue siendo la decisión de qué hacer con los combustibles fósiles. La Unión Europea sí está dando pasos y, en esta cumbre, como en la del año pasado, se están proponiendo compromisos concretos para su eliminación y la transición hacia energías alternativas no renovables.
Ese es el mayor avance que se ha producido en este tiempo. Algo importante, pues la evidencia científica nos advierte de que los plazos se están acortando. Para llegar al cumplimiento del Acuerdo de París, deberíamos reducir en más del 45% las emisiones de CO2 en 2030 y en más del 80% para 2050. Eso implica una quita de la quema de fósiles en torno a un 60%.
Ante es gran desafío, necesitamos que esta COP28 se cierre con la firma de un tratado que complemente el Acuerdo de París y que incluya un paquete de medidas respecto a la no proliferación de combustibles fósiles.
P.- Pese a no poder estar finalmente por motivos de salud, Francisco es el primer Papa que iba a acudir a una Cumbre del Clima y ha hecho del clamor ecológico un eje de su pontificado. ¿Puede ser, aun en la distancia, un estímulo definitivo para el compromiso de los países en la cumbre?
R.- Lamentablemente no ha estado, pero se ha hecho presente con un mensaje muy importante y a través de las autoridades que le han representado en la Delegación de la Santa Sede y las organizaciones católicas que van a estar en Dubái. Además, su influencia se percibe ya a lo largo de estos años con sus numerosas aportaciones a la cuestión, siendo solo la última la exhortación Laudate Deum.
P.- Bergoglio, con Laudato si’ y Laudate Deum, deja un significativo magisterio en clave ecológica. Además, en innumerables encuentros de todo tipo clama que estamos acercándonos a “un punto de no retorno” para el planeta… ¿Por qué cuesta tanto que, además de los dirigentes del mundo, este discurso cale en millones de personas (muchas son católicas) que creen que el cambio climático es poco menos que un bulo?
R.- La ciencia lleva hablando del cambio climático desde hace varias décadas… De hecho, ello motivó que, a partir de Río de Janeiro, en 1992, con la Cumbre de la Tierra, se decidiera crear esta figura de los encuentros climáticos de la ONU. En realidad, la conciencia del problema del cambio climático de origen humano está latente, a nivel teórico, desde los años 30. Se fue consolidando y ya en los 80 era una evidencia científica. Estos 40 años no han hecho otra cosa que corroborar la teoría científica, que es la mejor a la hora de poder conocer el comportamiento del clima actual del planeta.
Es una cuestión de aceptar o no el conocimiento que se tiene sobre esta materia. El gran problema en el mundo de la divulgación científica, o de los ‘opinólogos’ que no son expertos en clima, es que se pronuncian sobre algo que no dominan. Lo mismo me ocurre cuando oigo hablar a algunos economistas o políticos… Se muestran contrarios o niegan el cambio climático con unos argumentos que suenan convincentes para el propio ego, pero que, para el científico climático, suenan a tonterías.
Es como una persona que no quiere aceptar la enfermedad que sufre. Muchos tienden al pensamiento mágico y a la negación. Si aceptamos que esto es algo que está generando el ser humano, para cambiarlo hay que asumir que hemos de modificar muchos comportamientos y cosas a las que no queremos renunciar. Lo mismo a un nivel estructural, afectando a muchas pautas económicas y de consumo en torno a los combustibles fósiles.
Lo primero que surge es negar esa posibilidad. Al que no quiere escuchar le basta con aceptar lo que sugiere uno que dice lo mismo que él. Pero el negacionismo climático no tiene un sustento científico ni empírico. Es más un deseo que la realidad misma y lo que esta nos dice.
Hace 60, 70 u 80 millones de años atrás, estábamos en unas condiciones planetarias muy distintas. Había una atmósfera diferente, con otra composición química, y había menos oxígeno, pero muchísimo dióxido de carbono, fruto de la gran actividad volcánica de aquel entonces. Teníamos un planeta sin nieve, hielo o glaciares. Todo era agua y vapor. Por eso logró producir la biodiversidad. Era un planeta tropical, con muchas plantas, como si toda la Tierra fuera la Amazonía. Los dominadores eran los dinosaurios, que se alimentaban precisamente con esas plantas.
Pero la biosfera, por fotosíntesis, fue absorbiendo ese exceso de dióxido de carbono. Como consecuencia, fue generando aminoácidos que, al morir las plantas o ser comidos por los dinosaurios, fueron enterrándose. Al irse fosilizando, se fue capturando el CO2. Entonces, la temperatura de la Tierra estaba entre los 28 y los 30º, de promedio. A lo largo de millones de años, fue bajando hasta la temperatura ideal que tenemos en los últimos 12.000 años, en torno a los 15º. Pero ahora está aumentando por el cambio climático.
Al extraer el petróleo, que no es otra cosa que la biomasa fosilizada, estamos devolviendo esa composición química a la atmósfera. Lo que ha ido ocurriendo en millones de años, lo hemos acelerado en pocas décadas y ahora se produce de un modo casi instantáneo. Ese es “el punto de no retorno” y la consecuencia catastrófica del problema.
P.- ¿Cómo pueden comprometerse nuestras comunidades cristianas, desde una parroquia a un colegio católico, con este necesario reto para el conjunto de la humanidad?
R.- La Laudato si’ de Francisco recoge este suelo científico, enlazando el cambio climático con el otro gran problema del planeta: la crisis de la biodiversidad. No hay que olvidar esa otra pata, pues ambos fenómenos están interconectados.
Por su parte, Laudate Deum es un documento concreto y coyuntural para esta COP28, llamando a la aplicación de políticas vinculantes públicas respecto a la mitigación del cambio climático. Como Francisco ha insistido en varias ocasiones, hay que poner fin a la era de los combustibles fósiles, iniciando una transición energética justa. No se trata de cambiar la matriz y pasar de fósiles a renovables para cargarnos con otro problema… Tiene que haber también, y esta es una propuesta de la Iglesia, una transformación económico-social.
Necesitamos una auténtica conversión ecológica, lo que conlleva transformar los estilos de vida, así como nuevos modos de producción y de consumo, que sean compatibles con un planeta finito y que tiene límites en término de bienes y producción, como es la Tierra. Los recursos planetarios no son infinitos y debemos reajustar nuestra prosperidad en ese contexto.
Las energías renovables, ciertamente, tienen esa dimensión más finita y hemos de adaptarnos a esa realidad. Ello no implica un empobrecimiento. No hacemos una loa a la pobreza, ni mucho menos, sino un reconocimiento sano del límite de nuestra Casa Común.
Hoy en día, con la tecnología, podemos medir el estado del planeta. Así, comprobamos que está en rojo en muchas áreas y estamos destrozando la sostenibilidad de la vida en las próximas décadas. Eso es lo preocupante. No hay un planeta con recursos infinitos. No es realista verlo así.
Debemos buscar nuevas formas de economía, desarrollo y prosperidad que tengan que ver con la resiliencia, con una economía circular y con dejar atrás la cultura del descarte. Necesitamos un consenso global entre empresa, Estado y sociedad. Ese es un reto para la Iglesia, pues aquí las comunidades de fe tenemos mucho que aportar. Una vida más austera, sobria, simple, de menos excesos en los consumos viene por una buena y sana espiritualidad.
Necesitamos ahondar en esa línea de cara a la relación con Dios, con el entorno, con los demás y con uno mismo. Ese deseo de cosas nuevas que todos tenemos evoca a un dinamismo espiritual que tiene que ver con nuestro mundo interior, de infinitud, de trascendencia, y que hay que buscar no solo en las cosas materiales, sino también en las cosas del espíritu: en la oración, en la paz, en el silencio, en el encuentro, en la celebración, en el gozar y contemplar las cosas por lo que son en sí mismas, más allá de la utilidad que puedan tener para nosotros mismos.