Culturas

Cuento de Navidad: un soplo de fantasía





Hablemos del desierto; uno de arena fina e irregulares dunas; de horizonte serrado y pronunciadas sombras; hogar de muchos silencios y pocas esperanzas. Sucedió allí algo insólito. Será difícil, por tanto, que me creas. Sin embargo, lo contaré de igual modo que me fue confiado.



Una tarde, con los últimos rayos de luz aferrándose agónicamente al mantel azul del cielo, comenzó a soplar cierta brisa extraña. Vino del este, o eso decían, y su comportamiento era distinto al de otros vientos. No daba frío. Tampoco calor alguno. Sencillamente, viajaba.

De hecho, tan singular era su presencia que hasta la misma arena se preguntaba por qué no la arrastraba a su paso; estaba acostumbrada a dejarse modelar en dunas que se movían de un lugar a otro.

Pero no fue así con este viento, pues subía, bajaba y hacía piruetas sin afectar al entorno, de tal manera que el desierto, al impacientarse, le increpaba para que le arrancara algunos trozos.

Y entonces sucedió. El soplo arrastró la arena. No toda ella al mismo tiempo; tan solo un granito. Una minúscula partícula; insignificante; irrisoria.

El pequeño cubo de cristal ascendió tan abruptamente que apenas comprendió lo que sucedía. Era uno más entre
la multitud y, en un instante, se descubrió de camino hacia la oscuridad incipiente. Su hábitat, siempre cambiante, no tardó en acostumbrarse a la ausencia; un grano menos en la vasta extensión del desierto, olvidado en la siguiente polvareda.

La solitaria partícula continuó subiendo, viendo cómo el mundo que había conocido quedaba cada vez más lejos. Sin embargo, aquello desató una sensación de paradoja. Su ámbito cotidiano empequeñecía y, al mismo tiempo, todo alrededor era más y más grande. Una nube de polvo, que parecía enorme cuando la arrastraba de aquí allá, era ahora poco más que una voluta, apenas visible; no por oscuridad, sino por contraste.

En espiral

Era noche de luna llena, tan grande y brillante que podría haber iluminado incluso las imaginaciones más apagadas, pudiendo sacar de ellas lustrosas historias sobre amores imposibles o criaturas de fantasía. No sucedió así con el grano de arena, pues era su conocimiento de la realidad lo que estaba por despertar y no su imaginación.

A cierta altitud, la ráfaga que le había atrapado dejó de ir hacia arriba. Detuvo su ascenso y comenzó a trazar movimientos en espiral, permitiendo al diminuto cristal tener una perspectiva más amplia del lugar que le había acogido durante tanto tiempo.

Desde allí, el desierto parecía mucho más desierto. Cada aspecto de la existencia había cambiado de escala; los gritos de los demás granos; la formación de dunas, siempre distintas y, a la vez, iguales; las distancias. Todo parecía más insignificante, incluso los remolinos que el viento normal multiplicaba por la zona. Lo que siempre había dado por cierto, que su grupo era único y que solo él contribuía a dar forma a la inhóspita región, se descubría ahora como falso. La partícula viajera se preguntó por el número de granos que pensarían también como ella, pasando la vida entera sobredimensionando su aporte al conjunto.

Pero fue una pregunta peregrina, porque, de inmediato, otra cobró protagonismo. El minúsculo trozo de desierto, flotando solitario a tamaña altitud, lanzó un grito, una justa cuestión: “¿Por qué yo?”.

Superada la primera fascinación y también los fortuitos hallazgos sobre las dimensiones del mundo, sobrevino la apremiante duda acerca de su presencia allí; gránulo arrancado del conjunto con un futuro incierto por delante.

Las inseguridades comenzaron a aflorar una tras otra; toda una plétora de incertidumbres que iba desde por qué ella de entre todas las partículas había sido elegida hasta si había un propósito detrás de aquello o no lo había.

No obstante, todas ellas fueron aparcadas al poco tiempo. El movimiento en espiral dio paso a uno más lineal, que regresaba de nuevo hacia la superficie del mundo. Otra dosis de realidad. El desierto iba quedando atrás y era sustituido poco a poco por un terreno pedregoso, introduciendo consigo una textura desconocida. Aquello no era, en absoluto, familiar. Por tanto, el involuntario viajero se enfrascó en la inspección visual de todo cuanto pasaba frente a él.

La ráfaga de viento se coló entre los huecos de una malla de metal que señalaba la frontera. El gránulo mineral estaba tan ensimismado en su tarea que no logró esquivar los alambres y recibió un impacto que le devolvió al aquí y ahora. Hubiera preferido seguir absorto, porque le horrorizó la visión que tuvo; era grotesca y difícil de comprender.

Un extraño monstruo metálico devoraba numerosos cuerpos lacerados. Sus dientes eran como cuchillas circulares y sus ojos de frío hormigón, por lo que no podía discriminar a quién se tragaba y a quién no. Manos caídas en desgracia se colaban entre las hirientes fauces para tratar de salvar a las más pequeñas de entre las víctimas, pero sin éxito; otros individuos se aseguraban de volver a lanzar contra la malévola aberración a quienes habían logrado escapar de sus mordiscos; eran compinches de la bestia.

El soplo de aire giró de forma inesperada y se dirigió hacia la criatura, colándose entre sus resquicios, pasando tan cerca de los desvalidos que acariciaba sus rostros con la fuerza de la ternura. De hecho, la distancia era tan corta que, en una de las pasadas, el grano de arena quedó atrapado en una lágrima. Pensó, por un instante, que se ahogaría en ella. Sabía a distancia, soledad e incomprensión.

Situación atroz

Con la siguiente pirueta, el soplo rescató al grano. No obstante, no fue un cambio a mejor. Poco más allá de la metálica fiera, había otra situación atroz.

Un pasillo sin ventanas, un túnel si lo prefieres, hundía sus cimientos entre las piedras. Tenía dos puertas, una en cada extremo. De un lado, un individuo recibía dinero a cambio de abrir el paso. Sobre el dintel, flotaba una palabra con el color de la sangre vieja: “Esperanza”.

Del otro lado, la salida se abría de manera intermitente. La custodiaba otra persona; diferente cuerpo con el mismo rostro. La palabra que se leía era “Infierno”. El portero permitía salir a alguien para después dejarle en manos de afiladas garras sin cabeza; estas echaban el cierre de cadenas y grilletes. Muchos y frágiles anhelos desvanecidos de inmediato; almas reducidas a carne con fecha de caducidad.

La ráfaga de viento se dirigió hacia la escena como impulsada por una voluntad invisible que el grano de arena no alcanzaba a adivinar. De nuevo, la distancia se acortó lo suficiente como para rozar las pieles vulneradas y colarse entre eslabones y candados.

Algo sucedió de manera inesperada. Un párpado se cerró y el diminuto cristal mineral quedó atrapado entre pestañas. Antes de darse cuenta, había atravesado el umbral del pasillo y estaba rodeado de la más absoluta oscuridad; noche sin estrellas, vacío repleto de incertidumbre.

Cruzar el túnel llevó un tiempo indeterminado. A la salida, el soplo acarició el párpado y, de nuevo, arrastró consigo al grano de arena. Se alejaron de allí, dejando a este último con una incómoda pregunta acerca del futuro destino de esos ojos, imaginando las horribles cosas que llegarían a ver.

No pudo lanzar muchas hipótesis sobre ello, porque, dejando atrás la región pedregosa, dieron con otro sitio. Estaba sembrado de edificios rotos y vehículos oxidados. El vidrio fragmentado crecía sin control en aquella tierra, por lo demás infértil. Un mar brillante y puntiagudo salpicado de cemento y acero.

Si había dudas sobre el nombre del lugar, enseguida quedaron resueltas. La respuesta llegó con la primera bala. Era el país de la guerra. Pronto llegó otra contestación, como si hubiera sido necesario aclarar algo. Y otra más. Proyectiles de diferentes tamaños volaban por el aire; el gránulo mineral y su transporte se deslizaban de forma frenética entre ellos.

De hecho, no todos eran esquivados. Parte de aquella munición atravesaba la ráfaga de viento, dispersándola por un momento. La pequeña porción de desierto caía entonces en picado, entre un océano de obuses y misiles, hasta que aquella recuperaba su forma y la atrapaba de nuevo.

Una de las veces, el soplo no consiguió aferrar el grano a tiempo; tal es la fiereza de un conflicto. El mineral tocó suelo por primera vez en mucho tiempo, un terreno sembrado de cristales destrozados. Experimentó una sensación extraña. Quizás habría sido natural sentir alegría por regresar a tierra firme. No fue así. No había espacio para ella en ese contexto; se desvanecía con cada destello.

Fin del trayecto

Sucedió que una desgastada bota pasó por aquel lugar. Pisó la partícula y esta quedó adherida a la goma. Se inició un viaje distinto, uno de vaivén y aplastamiento. A juzgar por el crujir del vidrio, los pies que le transportaban no eran los únicos que atravesaban la región. Miles de pasos tronaban al escapar del horror, comprimiendo el terreno bajo ellos, con un avance errático, siempre a merced del próximo disparo.

Hubo una detonación cercana. El grano de arena fue cegado por la mordedura de un brillo que lo blanqueó todo de repente. No era solo que hubiese amanecido sin haberlo percibido antes, sino que, además, su transporte se había detenido. El pie yacía ahora en vertical, dejándolo expuesto a la intemperie. Final de trayecto; existencia interrumpida.

El paisaje a su alrededor no había cambiado demasiado desde la última vez que pudo echar un vistazo. Diferente construcción, mismo destrozo. Estaba plagado, eso sí, de muchos rostros, algunos contorsionados y otros directamente fragmentados; secos de muerte y húmedos de tristeza; expresiones vacías de vida y llenas de amargura. Una desagradable diversidad de sufrimiento.

Había también muchas maletas. Y hambre. Apetito en abundancia; de estómago y de paz. Voces que clamaban a un cielo repleto de humo; una amalgama de peticiones, tan apretadas entre sí, que se confundían con una única sinfonía agónica.

El grano de arena no escuchó la nota final de ese concierto. La ráfaga de viento también pasó por allí y, al verlo, fue a recogerlo de inmediato. Una ronda de caricias y, de nuevo, se encontraba en movimiento.

La guerra quedó atrás. Otra frontera, otro lugar. Una región, en cierta medida, contraria a la anterior. Las impolutas calles estaban adornadas con incontables motivos luminosos y las masas se congregaban en torno a los escaparates. No había balas, pero tampoco palabras. El estruendo de la contienda contrastaba con el silencio circundante, roto algunas veces por discusiones dispersas.

Silencio de palabras

No le pasó por alto al grano de arena el hecho de que la mayoría de aquellos individuos no hablaban entre sí. Vio alguno que gritaba, eso sí; “¡amarillo!”, decía uno; “¡aguamarina”, respondía alguien. Pero no llegaban a ponerse de acuerdo. Hubo varios que discutían acerca del color del agua, mientras que otros se increpaban por el tamaño de sus zapatos. Pero no conseguían ir más allá de las dos o tres mismas palabras repetidas en bucle.

Por lo demás, el entorno parecía gobernado por una tensa quietud. Silencio de palabras en contraste con el grito de las vísceras. El minúsculo fragmento de desierto se dio cuenta de que cada persona sujetaba un cubo de cristal y circuitos entre sus manos. Vomitaban sobre el aparato el sobrante de ansiedad y vacío que se iba generando en el día a día.

El soplo iba y venía entre diferentes grupos, rozando algunos de estos artilugios y salpicándose de los tóxicos efluvios, tan nocivos que incluso el ambiente natural parecía quedar afectado. Con el sol de mediodía alumbrando fuerte desde lo alto, era fácil observar que el color verde no abundaba en aquella región de odios disfrazados.

De improviso, un fuerte estruendo atrajo la atención del grano de arena. Era el sonido de algo roto, como un tejido que se divide. Vino de todas partes y de ninguna a la vez. Lo mismo que las palabras, la fractura se escondía de la vista; quedaba al descubierto en los pozos individuales de vertido digital.

El viento cambió de dirección y se elevó entre los edificios relucientes, coronados por extraños símbolos que indicaban quién gobernaba en ellos. Desde lo alto, se podía detectar un patrón en el movimiento de la masa que fluía allá abajo. Los ríos de gente confluían a las puertas de esos feudos de vidrio y metal, como deltas que se expanden antes de llegar al mar.

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Etiquetas: Navidad
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Alicia Ruiz López de Soria, ODN







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