Todo comienza con la nada, el vacío, el silencio. “Lo que se comienza por crear es la nada, el principio absoluto de toda creación es la nada. El artista se hace vaciándose de sí mismo”, decía Antoni Tàpies (Barcelona, 1923-2012). “Crear es generar un estado de disponibilidad –añadía–, en el que la primera cosa creada es el vacío, un espacio vacío”. Esta es la gran lección de arte –y de vida– del pintor, que habría cumplido 100 años el pasado 13 de diciembre. Antes de sumar, antes de incorporar, hay que borrar, hay que eliminar. Aceptar que toda conquista debe pagar el precio de la pérdida y la desposesión.
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Tàpies era mística, trascendencia, espiritualidad. “Después de mucho leer y estudiar, te encuentras que la realidad sigue siendo un gran misterio”, sostenía. Usó el arte para desentrañarla. “No soy hombre de conocimiento intelectual, ni excesivamente racionalista. Soy esto que dicen espiritual, pero que se tendría que definir para dejar claro de qué estamos hablando. Para mí, es conocer íntimamente nuestra propia naturaleza. Por eso dicen que soy una especie de chamán. Parece que algo tengo de eso, sí”, llegó a proclamar.
“Hay una vertiente incuestionablemente espiritual en toda la obra de Tàpies que se despliega en paralelo a su actitud de rebeldía: al dar valor a lo más simple, la paja, el polvo, el cajón de madera, las partes del cuerpo menos atractivas, Tàpies, por un lado, empuja y anima a la lucha, y, por el otro, invita a la reflexión, a la actitud meditativa y a la introspección espiritual”, sostiene Nùria Homs, comisaria del Año Tàpies y conservadora de la Fundación que lleva el nombre del artista.
Mago y alquimista
“Tàpies relacionaba la noción de materia con el misticismo medieval y, desde esta perspectiva, la entendía como magia y alquimia: el artista adopta el papel del mago o del prestidigitador que, mediante unos trucos, transforma la materia, tal como haría un alquimista, para convertirla en una obra –añade–. De la misma manera, los barnices expresan la unidad entre el universo y los seres que lo componen, denotan la confluencia entre materia y espíritu, y cuestionan la dualidad propia de Occidente”.
En su obra, una de las más influyentes y decisivas del siglo XX, hizo de la pintura matérica, el informalismo, una perenne contemplación espiritual, una permanente búsqueda del mundo interior. “Busco algo divino, entre comillas, pero lo busco en las cosas materiales o en la vida cotidiana. Soy un espiritualista materialista”, reconocía.
Homs cuenta cómo, hacia 1958, Tàpies irrumpió en los círculos artísticos internacionales con esas pinturas matéricas, obras de superficies opacas con apariencia de muro, pintadas en una gama limitada de colores en la que destacan el gris, el marrón y el ocre, con la que logró la madurez y el reconocimiento. “Pese a que la opacidad de los muros y la precariedad de los objetos parecen contraponerse a la luminosidad de los barnices, estas obras siguen la misma lógica: la revalorización de las cosas primeras, naturales y ordinarias, aquellas que la sociedad desecha u oculta vergonzosamente, pero que para Tàpies no solo están dotadas de espiritualidad, sino que, sobre todo, en ellas se encuentran el origen y la fuerza de la vida, el abono que fecunda la tierra”.
En ello tiene que ver la mirada de Tàpies, su amplitud, la indagación que nunca se detenía. Su aproximación al arte del budismo zen, por ejemplo. “No podemos decir que Tàpies fuese budista, pero el conocimiento de las enseñanzas de Buda contribuyó a dar forma a su visión del mundo y del arte”, afirma Homs, comisaria también de la exposición Tàpies, la huella del zen, con la que la Fundación Tàpies ha inaugurado el centenario en su sede barcelonesa.
El pintor se inició en el conocimiento del mundo oriental –budismo, taoísmo y zen– con la lectura de ‘El libro del té’, de Okakura Kakuzo, que le dio a leer su padre, el abogado Josep Tàpies i Mestres. “Mostró interés por algunos monjes budistas japoneses de los siglos XVII al XIX que transmitieron las enseñanzas del budismo zen y que desarrollaron una actitud crítica y una voluntad de trastocar la escala de valores convencionales –prosigue–, incluidos los de la práctica artística, como Hakuin, Sengai, Jiun, Tõrei y Rengetsu”.