Este 14 de enero se celebra la 180ª Jornada de Infancia Misionera, organizada por las Obras Misionales Pontificias (OMP) y, junto al Domund, la gran fiesta de los que sienten como propia la misión. En este caso, con el caudal de vida, ternura, generosidad y entrega de niños que ayudan a otros niños. A través de los misioneros, con donativos, o, incluso, dando ellos mismos un paso adelante.
Un claro ejemplo lo viven en las dos últimas décadas los hijos de un matrimonio madrileño. Y es que son, tal cual, misioneros desde la cuna. Vayamos al principio de la historia… En los 90, Pedro del Río y Elena Granado eran una pareja de novios muy involucrada en la Parroquia Natividad de Nuestra Señora, en el barrio de Moratalaz. Mientras concluían sus estudios (él, economista, y ella, ingeniera), algo nuevo y sorprendente brotaba en ellos. Lo explica Elena: “La parroquia estaba muy marcada por los padres blancos, que nos inculcaban con naturalidad su experiencia misionera. Nos llamaban la atención muchas cosas, pero sobre todo su felicidad”.
Así que, cuando se casaron, en el año 2000, y discernían cómo enfocar su vida juntos, tomaron una decisión: “Queríamos ir a la misión. Como laicos diocesanos, nos dirigimos a OCASHA y, con esta comunidad eclesial de cristianos de a pie, tuvimos un proceso de formación y discernimiento que duró dos años y medio. Hasta que, en febrero de 2002, nos mandaron a El Alto, en Bolivia”.
Surgía entonces una parroquia nueva, “con un terreno inmenso y solo cinco o seis templos, que ahí se llaman capillas. Pedro y yo nos dedicábamos fundamentalmente a tareas pastorales, trabajando en la catequesis y en la formación de jóvenes. Como apenas había sacerdotes, mi marido tenía permiso del obispo para oficiar celebraciones de la Palabra, bautizos y bodas”.
Además, empezaron a trabajar en otro proyecto parroquial: un centro de apoyo extraescolar que acompañaba “a muchos niños de la zona en situación de exclusión, para que no pasaran tanto tiempo solos y tuvieran un ocio saludable”. Y ahí fue cuando detectaron una problemática grave: “Al tratar con las familias, nos dimos cuenta de que había tres niños con discapacidad y que siempre estaban en casa. Como repetían curso, eran expulsados del sistema educativo y estaban abandonados. Al ir interesándonos por la situación, descubrimos que había muchísimos niños en esta situación”.
Y así fue como, con el apoyo de Manos Unidas y otras dos ONG, una estadounidense y otra holandesa, pusieron en marcha Mururata, “un Centro de Educación Especial para dar una oportunidad a estos chicos que carecían de todo. Creamos un equipo docente y hasta Pedro estudió en la UNED, en La Paz, para obtener un postgrado en educación especial y dar clase. Este proyecto fue una bendición total, la niña de nuestros ojos… Ahí, los chicos podían ducharse y tenían tres comidas al día. Y, sobre todo, al fin accedían a la educación”.
En medio de esta vorágine, nacieron sus dos hijos mayores: Pedro y María. En el caso de él, “debido a la altitud de la zona, sufrió bastantes problemas de salud y tuvimos que mudarnos varias veces”. Entonces, el gran sostén lo tuvieron en “la Parroquia Jesús Obrero, cuyo sacerdote, el misionero español José Fuentes, es nuestro amigo del alma y apoyo fundamental a la hora de rematar los proyectos. Contaba con la Fundación Sembrando Esperanza y esta se hizo cargo, siendo titular la diócesis, de Mururata. Además, conseguimos que el Estado asumiera como propio el programa y pasó a pagar el sueldo de todos los profesores, siendo el primer centro concertado de educación especial de Bolivia, buscando nosotros financiación para pagar a otros profesionales”.
Conseguido el objetivo de crear proyectos que transforman la sociedad y que sus responsables sean las comunidades locales, en agosto de 2007, decidieron que era hora de volver a España: “Sentíamos que habíamos culminado el fin de la misión y, además, pese a tantos momentos felices, también fue un proceso muy duro, de mucho desgaste, con un trabajo muy intenso y dos hijos pequeños. Y me había quedado embarazada del que sería el tercero, Daniel”.
Este ya nacería en Madrid, tras su regreso. Fueron cinco años y medio de misión directa, pero esta no se acabó, ni mucho menos: “Seguimos trabajando codo con codo con la Fundación Sembrando Esperanza y con Pepe Fuentes. De hecho, gracias también al compromiso de la Parroquia Natividad de Nuestra Señora, hemos impulsado la Fundación Embarrados para canalizar esta ayuda de muchos y hoy, en Bolivia, han podido ampliar su labor. Ya cuentan con dos centros de educación especial, con el de apoyo extraescolar, con tres guarderías y dos ambulatorios”.
Una oleada de fraternidad con su comunidad local de Moratalaz que ellos mismos recibieron a su vuelta: “Como nos fuimos nada más casarnos y habíamos dejado nuestros trabajos, veníamos casi con lo puesto, aunque fuimos de los primeros misioneros españoles que cotizamos y tuvimos paro. Pero, mientras nos adaptábamos, nos dejaron un piso de la parroquia y nos ayudaron en todo. En lo laboral, nuestra vida también cambió por completo… Pedro, que antes había trabajado en Telefónica, dejó de lado su carrera de economista y se ha dedicado ya a la educación especial, primero con alumnos con autismo y ahora en Plena Inclusión España. Yo trabajé un año en un sitio con el que siempre había soñado en mi carrera como ingeniera, pero ahora ya no me llenaba y, tras realizar un curso de habilitación, el CAP, ahora soy docente de secundaria. Sin duda, la misión ha cambiado nuestra vida”.
Desde su marcha, en 2007, la familia Del Río Granado ha mantenido su implicación con la misión en Bolivia. No solo a través de la Fundación Embarrados y de un contacto cotidiano con el padre Pepe, sino presencialmente: “El verano de 2013 volvimos los cinco y estuvimos participando esos meses en todos los proyectos. Pedro y María, aunque nacieron allí, se fueron siendo pequeños y no recordaban nada, por lo que les hizo una ilusión tremenda, pues esta misión configura nuestra vida. Posteriormente, volvimos en el verano de 2017. Y es que Daniel también quería vivir en Bolivia un hecho importante para él y allí recibió su primera comunión, con nuestro sacerdote amigo”.
Pero, además de esa vivencia emotiva, en ese viaje ocurrió algo que incrementó aún más el compromiso de los hijos: “Visitando unos invernaderos, conocimos a unos jóvenes alemanes que estaban allí de voluntarios. Acababan de terminar el instituto y, en vez de incorporarse directamente a la universidad, decidieron entregar ese curso a ayudar a otros. A mi hijo Pedro le encantó y nos dijo que él quería hacer lo mismo. Y lo hizo al terminar bachillerato, entre agosto de 2021 y julio de 2022”.
Él mismo nos cuenta hasta qué punto fue “una experiencia increíble, humana y de fe”. Así, durante un año, pudo volver a El Alto, donde nació: “Allí acompañé a muchos chicos en el programa de apoyo extraescolar. Estoy estudiando magisterio y, gracias a ellos, aprendí métodos novedosos con los que fomentar la imaginación”. Además, en lo pastoral, “los fines de semana iba a las localidades rurales de Huarina y Tiquina, cerca del Lago Titicaca, que son otro mundo, y tuve una experiencia muy positiva de catequesis con niños muy pequeños, de siete y ocho años”.
El relevo lo ha cogido este curso María, que está con unas salesianas muy cercanas a la familia en una misión de nueva creación en Cobija, capital del departamento boliviano de Pando, en plena selva, trabajando de la mano con Tito Solari, quien fuera obispo de Cochabamba cuando sus padres estaban en el país y que hoy está retirado en esa misión rural. Ella también comparte con Vida Nueva lo que está suponiendo esta experiencia: “Significativamente, inicié mi misión en octubre, el día del Domund, tras cinco semanas de oración en Taizé. Aquí, estamos tratando de conocer la realidad para saber qué respuesta dar. Estamos muy en contacto con los niños y jóvenes a través de campamentos urbanos. Vienen de familias muy sencillas y les ofrecemos un almuerzo y una merienda, que para ellos es prácticamente toda su comida del día. Muchos están casi todo el tiempo solos, pues sus padres pasan la jornada trabajando. Así, con talleres en los que disfrutan mucho, conseguimos que no estén todo el día en la calle”.