“Hubo un momento, hace años, en que todos queríamos ser Julio Cortázar. Aquel Cortázar de rostro aniñado, alto y despeluchado, gafas de concha, barba rala, que vivía en el París de las mañanas blancas”. La confesión del periodista Jesús Marchamalo en ‘Cortázar y los libros’ (Fórcola, 2011) retrata “la imagen un tanto legendaria, soñada o ideada” – según el propio Marchamalo– del autor de ‘Rayuela’, la novela que marcó la renovación de la literatura en español del siglo XX.
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Cuarenta años después de la muerte de Cortázar (Bruselas, 1914-París, 1984) su figura sigue cabalgando sobre la leyenda y ese “compromiso con lo humano” que le distinguió según el mismísimo Juan Rulfo: “Lo queremos porque es bondadoso. Es bondadoso como ser humano y muy bueno como escritor. Tiene un corazón tan grande que Dios necesitó fabricar un cuerpo también grande para acomodar ese corazón suyo. Luego mezcló los sentimientos con el espíritu de Julio”.
En ‘Queremos tanto a Julio’ (1984), el libro colectivo que le dedicaron a su muerte veinte autores latinoamericanos –entre ellos, Sergio Ramírez, Eduardo Galeano, Mario Benedetti o Jorge Amado–, el autor de ‘Pedro Páramo’ añadió: “De allí resultó que Julio no solo fuera un hombre bueno, sino justo. Todos sabemos cuánto se ha sacrificado por la justicia. Por las causas justas y por que haya concordia entre todos los seres humanos”. Sergio Ramírez decía de él, a lo Terencio, que “nada de lo que es humano le era ajeno”.
Un hombre piadoso
Cortázar describió curiosamente su literatura en una carta a Luis Gagliardi: “No lamento haber nacido en este siglo, nos ha sido dado a nosotros ver la obra de Dios desde ángulos que la humanidad jamás había sospechado”. No es la confesión de un agnóstico –que lo era–, sino, más bien, parece de un hombre piadoso.
Al menos, Cortázar fue un profundo conocedor de la Biblia, sobre todo del Antiguo Testamento. “Además de la lectura, su amor por los idiomas también se despertó tempranamente, y al inglés, estudiado con verdadero ahínco, se sumó el alemán (ya familiar, por parte de la madre), perfeccionado en Bolívar gracias a la lectura de la Biblia luterana”, dice uno de sus biógrafos, Mario Goloboff.
Y así lo constató Sergio Ramírez en 1976 al describir el encuentro entre Cortázar y el poeta-sacerdote Ernesto Cardenal en la isla de Macarrón, en Solentiname, “el archipiélago del Gran Lago de Nicaragua donde Ernesto tenía su comunidad religiosa”. Ramírez, quien le acompañó en ese viaje clandestino –aún gobernaba el dictador Somoza– narró la escena en ‘El evangelio según Cortázar’ (2004): una “misa dialogada” de las que ofrecía Cardenal los domingos a las 11 de la mañana. El propio escritor argentino, quien simpatizó con el castrismo y el sandinismo, también la cita en el cuento ‘Apocalipsis de Solentinam’ (1977).
Confiar en los ángeles
Ramírez narra la lectura del pasaje de Mateo, 26, la revelación del prendimiento –con engaño– de Jesús, y Cortázar comenta: “Es un pasaje muy, muy oscuro, que habría que analizar en relación con el resto del evangelio. Pero es evidente que toda la vida de Jesús va cumpliendo, una tras otra, las profecías que se han hecho de él; digamos que él es fiel a las profecías, a un plan preconcebido; entonces no puede dejar de cumplir la última, que es su muerte. Sería un contrasentido de su parte pedir que vengan doce divisiones de ángeles, no lo puede hacer, no quiere hacerlo”.
El escritor nicaragüense aduce entonces que “no se puede confiar todo a los ángeles”, y que ni el mismo Jesús “creía que pudieran venir doce divisiones de ángeles a ayudarlo”. Cortázar le responde que es “una interpretación sumamente tendenciosa” y que –transcribe el propio Ramírez–“quién sabe, en aquella época los ángeles eran muy eficaces, porque intervienen frecuentemente en la Biblia”.