El misticismo nuclear del Cristo de Dalí

El misticismo nuclear del Cristo de Dalí

Dalí tuvo un sueño. En realidad, soñó tanto como vivió. Pues bien, en uno de esos duermevelas dalinianos, el artista evocó en su cabeza la figura de un Cristo bellísimo, sin una gota de sangre en sus manos, con las palmas libres de perforaciones, la cabeza sin un rasguño liberada de la opresora corona de espinas, mirando hacia abajo, con los cabellos recortados, frente al modelo tradicional de pelo largo, suspendido en la nada.



Y debajo de la mastodóntica cruz, el pueblo de Portlligat representado por una barca y una pareja de pescadores en plena faena. En el fondo –y en parte en la forma–, don Salvador se inspiraba en un apunte de san Juan de la Cruz, que dibujó, tras una revelación mística, un Cristo también suspendido. Y si echamos la vista más atrás, podría el de Figueres, incluso, haber desempolvado la imposible –a la par que fascinante– perspectiva de Andrea Mantegna, cuya “Lamentación sobre Cristo muerto” es sencillamente una obra maestra de la pintura.

La perspectiva, la perfección del trazo, las matemáticas que llevaron al genio surrealista a concebir la obra (y que darían origen a lo que él mismo bautizó como misticismo nuclear) y la belleza del óleo, hicieron del lienzo una obra única en la que el sufrimiento de Jesús había desaparecido. La obra fue adquirida por el director del Museo de Kelvingrove, en Glasgow, por 8.200 libras de las 12.000 en que estaba tasado. Hablamos de los años 50 del siglo pasado. No obstante, la compra acaparó titulares, al considerarla “un lujo caro, anticuado y excéntrico”, según recogieron los medios de la época, pues se empleaba una elevada suma de dinero en la adquisición de una obra de arte, que no se consideró algo prioritario, en detrimento de “los enormes problemas sociales” de la ciudad en aquellos tiempos. Poco hemos cambiado.

Modelo especialista de Hollywood

El 23 de junio de 1952 se colgó en una de las salas del centro de arte. Su entonces director, Tom Honeyman –que había podido ver el cuadro un año antes en la Lefevre Gallery de Londres–, no pudo sentirse más satisfecho. La relación entre pintor y director se mantuvo en el tiempo y, aunque este se desplazó a Cataluña en alguna ocasión, Dalí jamás le devolvió la visita. No le gustaba el ajetreo de los viajes. El surrealismo, la vanguardia con que arrancó el siglo, había dejado paso a una realidad durísima, la de un panorama mundial que se lamía las heridas de una guerra atroz y una humanidad que había visto caer la bomba atómica. Y Dalí no fue insensible. Todo lo contrario.

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