Josep Otón es catedrático de secundaria, escritor y profesor en el Instituto Superior de CC. Religiosas (Barcelona). En el 50 aniversario de las Jornadas de Pastoral Juvenil Vocacional de la CONFER le escuchamos hablar sobre el reto de consolidar el sentimiento de “estar caminando juntos”, establecer vínculos y ofrecer la posibilidad de arraigo para ser un apoyo en el proceso de crecimiento. Ha participado en el Encuentro de Laicos celebrado este fin de semana en Madrid y ahora reflexiona sobre el reto de “crecer en cultura vocacional”.
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PREGUNTA.- ¿El tema de la vocación es exclusivo para los consagrados?
RESPUESTA.- Por supuesto que no. Desde una perspectiva antropológica, la vocación forma parte de la esencia del ser humano, de su identidad particular e intransferible, de su ansia de plenitud y de sentido. No podemos conformarnos con sobrevivir, con satisfacer nuestras necesidades físicas y emocionales. La vida nos pide más, nos reta a desarrollarnos, a crecer, a madurar, a ser fecundos, a dar vida. Sí, en efecto, la vida nos reclama dar vida. No podemos atesorar días vividos. Se esfuman. Son como el maná. En cambio, la entrega nos permite acceder a otro nivel de la existencia. Somos quienes somos en la medida en que nos entregamos.
La vocación, en este sentido, es apertura. Es dejarnos interpelar por la llamada de la realidad, de los otros y del Otro. Para responder a esta llamada tenemos que emprender esta peregrinación, este éxodo, descubrimos quiénes somos. Es más, vamos configurando nuestra propia identidad. Y en el contexto de la fe es aún más evidente el tema de la vocación. Somos hijos de Abraham, de aquel pastor que abandonó su tierra para aventurarse a ser quien era: un buscador. Salir de nuestra tierra implica un acto de fe, de confianza, una conversión muy profunda, porque vocación y conversión van de la mano.
P.- ¿Cómo se puede trabajar hoy en día la cultura vocacional?
R.- El mundo en el que nos ha tocado vivir es una sociedad líquida donde lo permanente, sólido y estable está en crisis. A mi modo de ver, la cultura vocacional tendría que fomentar lo perenne, aquello que sobrevive a las idas y venidas de la vida. Los vientos cambian, pero las velas del barco son las mismas. Tenemos que descubrir los referentes que nos permiten navegar en los mares de la vida sin zozobrar. Necesitamos una estrella polar que nos oriente, un mapa que nos ubique, un faro que nos advierta de los peligros. Somos una nave con una quilla que nos dota de profundidad para superar tantas eventualidades. La vocación es ese rumbo fijo, esa firmeza vital que nos salvaguarda de los vaivenes de la existencia.
P.- ¿Cómo se puede ayudar a aquellos a los que nos dirigimos a través de nuestro carisma, como servicio eclesial, a descubrir su vocación particular, como expresión de su lugar en el mundo y en la Iglesia?
R.- A veces estamos tan preocupados por la supervivencia de las instituciones que nos han dado vida que no nos preocupamos de lo que la gente nos demanda. No se trata de dar al traste con las estructuras que nos dan cobijo en un delirio innovador o reformista. Se trata de escuchar, de atender a los demás en sus necesidades reales, actuales. A través de esta escucha podremos redescubrir y reactualizar nuestra vocación particular, es decir, el carisma eclesial que nos permite servir al mundo de hoy en sus necesidades.
No se trata de nada nuevo. Las estructuras de hoy son la respuesta a necesidades concretas de un momento determinado. Hombres y mujeres audaces fueron capaces de crear espacios para atenderlas. Hoy la llamada sigue siendo idéntica: atender esas necesidades. Pero tal vez la respuesta no tenga que ser exactamente la misma. Esta actitud de escucha y de preocupación –en el sentido de pre-ocuparnos por los demás– genera un dinamismo fecundo en el que reencontramos nuestra vocación específica y, entonces, podemos ayudar a encontrar la suya a los que se acercan.
Motivo de esperanza
P.- ¿Algo nuevo está brotando en los jóvenes?
R.- Lo característico de la juventud es lo que todavía no son y, como decía el poeta Martí Pol, cuando todo está por hacer todo es posible. Por tanto, la juventud es un motivo de esperanza. Es una condición de posibilidad para que lo nuevo pueda brotar. Ahora bien, a veces, esto entra en contradicción con lo que ya existe. Queremos vocaciones para dar continuidad a las estructuras que nos han sustentado, pero tal vez no siempre estamos atentos a lo nuevo que está brotando y que está generando nuevas vocaciones.
Deberíamos ser capaces de alentar a lo nuevo, pero también de protegerlo a partir de la propia experiencia. La juventud tiene aspectos maravillosos, pero a la vez necesita escuchar la voz de sabiduría acumulada. De lo contrario, los más jóvenes pueden malgastar tanta energía para acabar descubriendo el Mediterráneo o, peor aún, embarrancando en cualquier ciénaga.
P.- ¿Cómo se puede ofrecer a los jóvenes la pasión de vivir la propia vocación como una fuerza dadora de sentido para sus vidas?
R.- A partir del propio entusiasmo. A veces, lo que en realidad generamos es un bucle de desaliento. En cambio, cuando somos testigos de la alegría del Evangelio, cuando compartimos desde la autenticidad los gozos y las fatigas de la misión, es más fácil contagiar esta pasión. Si realmente hemos encontrado la fuente que da sentido a nuestra vida, tarde o temprano, habrá quien desee compartir esta experiencia enriquecedora.