El benedictino inglés Laurence Freeman dirige la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana (WCCM, por sus siglas en inglés), que engloba una red internacional con más de 2.000 grupos semanales de meditación en un centenar de países, en América, Europa, Australia y Asia.
Hijo espiritual del también benedictino John Main, a quien ayudó a crear el primer Centro de Meditación Cristiana en Londres, en 1975, ese fue el origen de la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana. Su gran hallazgo fue profundizar en el modo de orar de los Padres del Desierto a través de la práctica del mantra. Autor de numerosos libros, su última obra, ‘Luz en el interior. Meditación como pura oración’, pronto verá la luz en PPC.
PREGUNTA.- El silencio y la meditación forman parte del cristianismo desde su mismo origen, pero hoy se critican desde ciertos ambientes de Iglesia algunas experiencias que, a su juicio, llevan a “una interioridad vacía”, “centrada en el yo” y “sin sentido”; es decir, a “una espiritualidad sin Dios”. ¿Cómo se puede explicar a los más temerosos que este camino espiritual conduce al encuentro real y personal con Jesús de Nazaret?
RESPUESTA.- Algunos hablan del peligro de una espiritualidad sin Dios, pero también está el riesgo de un Dios sin espiritualidad. En todas las religiones nos encontramos con dimensiones como la institucional, la jerárquica, la intelectual, la filosófica o la teológica. Pero, si nos olvidamos de la dimensión mística, directamente, estamos ante una religión sin Dios.
Eso ocurre cuando sustituimos la experiencia del Dios vivo, del misterio de un Jesús que llama al Padre en la oración, por conceptos personales o institucionales. El papa Francisco repite que las grandes tentaciones en la Iglesia son el clericalismo, la ideologización del Evangelio y gestionarla como una institución secular. Jesús denunció las experiencias religiosas falsas. Y, además de frecuentar la sinagoga y estudiar las escrituras, nos mostró un modo de oración muy concreto, basado en el silencio y la interioridad. Nos lo dice directamente: “Enciérrate en tu cuarto…”. Y también nos pide esto: “No hables mucho”. No hay que pedirle muchas cosas. Él mismo nos enseña que “no debes preocuparte por lo que comerás o con qué te vestirás”. Y es que ya lo sabe todo de nosotros…
Pero, en esta sociedad consumista, donde estamos obsesionados con lo que compraremos, nos olvidamos de lo más importante: de los que, a nuestro alrededor, están hambrientos y desnudos. Y aquí entra un elemento muy importante: la ecuanimidad. Esta va muy unida a la calma mental. Y al convencimiento de que el mejor modo de orar es poniendo el corazón en el Reino de Dios. Más que pensar, hay que tener una atención pura. Esa es la esencia del rezo.
Hagamos caso a Jesús y, cuando oremos, no nos preocupemos por el mañana, sino centrémonos solo en el momento presente. Y tengamos presente la interioridad, la oración desde el corazón (esa es la meditación), el silencio y la ecuanimidad, la calma mental. Hay que trabajar la atención y desarrollar músculo para que esa actitud se exprese en toda nuestra vida.
P.- Frente a la imagen que muchos tienen, sus grupos de meditación no buscan simplemente la relajación o dejar la mente en blanco… De hecho, uno de sus principios es que una meditación que no conduzca a una vida de compromiso y entrega no es una meditación verdadera…
R.- El mayor fruto de la meditación es la compasión. Jesús fue el gran maestro de la contemplación. Él madrugaba, se retiraba a un lugar apartado y rezaba. Luego, los apóstoles le buscaban y entonces ya volvía para dedicarse a su labor: la enseñanza y acompañar a la gente. Fue una vida de servicio.
Es absurdo que la meditación no sea el centro de nuestra vida. El silencio y la quietud son la base. Francisco siempre nos recuerda que la santidad está en la vida cotidiana. Por ello, el silencio y la quietud deben tener su propio tiempo en nuestro día y hemos de integrar ambos en nuestra vida cotidiana, tratando de mantener un ritmo regular.
Si logramos esto, aunaremos la contemplación y la acción; seremos Marta y María. Sin olvidar que esta actitud espiritual no excluya otras, sino que simplemente nos enriquezca.
P.- Cada vez más gente practica el mindfulness, el yoga, el esoterismo o la New Age. ¿Hasta qué punto se pueden aprovechar algunas de sus esencias para una vivencia cristiana?
R.- Benedicto XVI escribió un documento sobre esta cuestión y fue malinterpretado por algunos que lo tomaron como una prohibición de incorporar algunas prácticas no cristianas. No dijo eso. Él veía aceptable introducir prácticas de otras tradiciones espirituales siempre que se mantuviera la esencia de la experiencia cristiana.
En el caso del yoga, muchos ven que el diablo entra por él, pero la Iglesia no rechaza nada sagrado ni verdadero en otras religiones. Otra cosa es que el cristianismo sea una religión en la que se vive la encarnación. Para nosotros, la carne, el cuerpo, tiene un valor espiritual. Creemos en la resurrección, no en la reencarnación. Nuestra fe es dual y sentimos que el propio cuerpo es templo del Espíritu, parte del cuerpo místico de Cristo.
Pero, ¿por qué tantos cristianos son anticuerpo? En la misa, a veces, se da una experiencia muy mental y en la oración personal muchos separan la dimensión mental de la corporal. Una dicotomía que no se da tanto en los jóvenes, que tienen un anhelo en el que buscan experiencias espirituales profundas que incluyen el cuerpo. La práctica regular de la meditación despierta el significado espiritual del cuerpo.
A veces hay una actitud insana sobre el cuerpo. Para algunos solo es un objeto a pulir en el gimnasio y otros llevan una vida insana en la que lo maltratan. Pero, en la experiencia cristiana, la oración devuelve al cuerpo al lugar que le corresponde, completando la auténtica experiencia mística de Dios. Para ello, hay que prepararse para el silencio. Algo que, por cierto, vemos en la tradición de la Iglesia, donde encontramos formas de oración corporal que ayudan a la contemplación. Esta sabiduría se encuentra en las enseñanzas de la Iglesia, destacando que este respeto al cuerpo forma parte del viaje a Dios.
Hemos de reflexionar sobre cómo usamos el tiempo y si reservamos o no espacios para la oración. Tenemos que recuperar la visión contemplativa cristiana y encarnar las buenas noticias, pues no sobra nada en el viaje a Dios. No temamos a otras tradiciones. Orígenes, uno de los Padres del Desierto, decía esto: “La oración en sí es buena si calma la mente, reduce el pecado y genera buenas acciones”. Esa es, en definitiva, la definición de la oración cristiana. Otros Padres del Desierto repetían que “nada que no vaya en contra de la naturaleza está en contra de Cristo”.
P.- En un mundo cada vez más acelerado, ¿está preparado el cristiano de hoy para rezar como lo hacían los Padres de la Iglesia, san Benito, santa Teresa de Jesús o san Juan de la Cruz?
R.- Podemos aprender de ellos, pero sabiendo que no somos ellos. Cada uno, en sí mismo, representa una fórmula única a cómo respondemos a la llamada de la santidad. Todos estamos llamados a la santidad. Los primeros Padres de la Iglesia nos dicen que “Dios se hizo hombre para que nosotros nos hiciéramos dioses”. Eso es lo que la Iglesia debe proclamar al mundo de hoy. Y así, realmente, la vida espiritual nos cambiará y seremos como Cristo.
El error es pensar que hay que buscar tiempo para rezar, pues estamos muy ocupados y lo vemos como algo adicional. Esa es una opción de vida, pero la vida es un viaje espiritual. Estamos muy ocupados, hay mucho ruido a nuestro alrededor, tenemos una gran adición a los móviles… Y no prestamos atención a la importancia del momento. Olvidamos que la vida es un viaje espiritual.
Hay que rectificar, pero ¿cómo? Estamos desconectados de la realidad espiritual, lo que nos lleva a estarlo del prójimo, especialmente de los pobres y de la naturaleza. Los dejamos al margen de la sociedad. Y este es el problema más importante en nuestro mundo global. No es algo ideológico, sino experiencial. Debemos reconectar con lo más genuino de nuestra naturaleza. Hay un anhelo profundo de ello en nuestra sociedad, pero las iglesias están vacías… ¿Por qué? Muchos señalan a la Iglesia para reconectar con su centro espiritual. Si no nos hacemos ciertas preguntas, no podemos condenar otras tradiciones espirituales. En un tiempo de crisis vocacional y en el que muchos no ven las iglesias como fuentes de sabiduría y compasión, sino como espacios en los que a ciertas horas se ofrece un servicio, debemos mirar hacia nuestra propia tradición y reconectar con esa dimensión.
P.- Las grandes religiones de la humanidad, como el cristianismo, el judaísmo, el islam, el budismo o el hinduismo, provienen de un Oriente que siempre ha vivido la espiritualidad en esa clave de silencio e interioridad… Estando la cabeza de la Iglesia en Roma desde hace tantos siglos, ¿estamos excesivamente “occidentalizados” a la hora de vivir la fe que nos legó Jesús?
R.- Efectivamente, el cristianismo no es una religión occidental, sino que nació en Oriente Medio. Lo que pasó es que el imperialismo occidental la extendió por gran parte de un mundo ya occidentalizado.
El cristianismo aún sigue en medio del divorcio entre Oriente y Occidente. Centrado en Roma, acabó siendo muy centralizado y poderoso por esa asociación con el imperio occidental. Y eso tuvo otra consecuencia: perdió su espíritu contemplativo, que pasó a ser marginal. San Juan de la Cruz fue encarcelado y los grandes místicos sufrieron persecución. Su esencia fue marginada o rechazada. Algo que no ocurre en las Iglesias orientales, que siempre han entendido la meditación. Un ortodoxo conoce perfectamente la oración de Jesús, pero a muchos católicos occidentales les hablas de la oración del corazón y te dicen que eso es “budista”.
En la Iglesia oriental nunca han faltado métodos de contemplación familiares y populares, pero aquí no hay nada de eso. Por ello, debemos recuperar lo perdido, pues ayudará a construir puentes entre Oriente y Occidente, pero también entre la Iglesia y otras religiones. Hay una crisis que afecta también a la esencia de la religión. Todas necesitan recuperar el núcleo místico de su tradición, lo que lleva a recuperar también el anhelo por el prójimo. Ese es el camino.