La anhelada paz en Colombia sigue esquiva. En los departamentos de Cauca y Nariño, sur del país, van más de 5.000 personas desplazadas por los enfrentamientos entre guerrilleros (Ejército de Liberación Nacional y disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, paramilitares (Autodefensas Unidas de Nariño) y bandas criminales (Clan del golfo).
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Los más afectados: niños, mujeres embarazadas y ancianos, que literalmente han salido huyendo de la violencia de estos grupos armados que se pelean el territorio por el control del negocio de la droga.
Es una situación de calamidad pública, denunciaron los obispos de Colombia, por lo que han pedido a estos grupos armados frenar esta escalada de muerte, “terminen, para no lastimar en el corazón de los pueblos el frágil pero esperanzador brote de una vida en paz”.
Secuelas de la guerra
Citando al papa Francisco, abogaron para que “cesen las armas, que nunca traerán la paz, y que no se amplíe el conflicto. Basta. Basta, hermanos, ¡basta!”. Un clamor que pareciera llegar a oídos sordos de quienes se empeñan en acabar con cualquier gesto de diálogo.
De hecho, los prelados han valorado “los esfuerzos de construcción de espacios de diálogo entre el Estado y los grupos alzados en armas”, consideran que son semillas que “deben germinar en los territorios y suscitar un ambiente de libertades para los ciudadanos”.
La guerra deja secuelas de terror que lamentan como la muerte y daño en la integridad física y emocional, el desarraigo de la tierra, los desplazamientos y confinamientos, las minas antipersonales, la ruptura del tejido comunitario, las afectaciones a los ecosistemas.
Hacen votos para que este llamado “sea acogido por quienes se confrontan con las armas”, mientras que apelan por “el desescalamiento del conflicto en nuestras regiones, facilite la atención humanitaria de emergencia y permita a nuestras comunidades el retorno seguro a sus habituales lugares de vida y trabajo en unión con sus familias”.
Foto: Colprensa