A los sacerdotes de Roma recordó el pontífice que “el Señor no nos pide juicios despectivos sobre los que no creen, sino amor y lágrimas por los que están alejados”
El papa Francisco ha presidido, en la mañana de este Jueves Santo y junto con una representación del consejo presbiteral de la diócesis de Roma, así con diferentes fieles, la Misa Crismal en la Basílica de San Pedro. Un templo que muestra una imagen peculiar y es que se espera que durante diez meses esté totalmente cubierto por las obras de restauración el Baldaquino de bronce dorado, obra de Bernini, en el que se encuentra el altar de la Confesión bajo la cúpula de Miguel Ángel. Los casi 30 metros de altura que tiene el famoso dosel están cubiertos con un sistema de andamios mientras se restaura de cara al Jubileo de 2025 pero con altar en su lugar habitual en medio de las protecciones de las obras.
Los presbíteros presentes, unos 1.500 entre curas, obispos y cardenales, durante esta celebración, han renovado sus promesas sacerdotales ante el obispo de Roma y el pontífice ha consagrado el crisma y bendecido los Santos Óleos como marca la tradición, junto a la sede para el Papa colocada en la propia nave de la basílica. Además, el Papa sopló sobre el aceite perfumado destinado a ser el crisma desde la propia sede a donde le han llevado las tres ánforas. La celebración ha contado con el apoyo del cardenal vicario de Roma, Angelo de Donatis, en la plegaria eucarística.
Tradicionalmente, en estas once Semanas Santas presididas por el papa Francisco, la de la Misa Crismal suele ser una de las homilías más largas que ofrece el pontífice en sus celebraciones por lo que la expectación era máxima tras decidir el pasado Domingo de Ramos no pronunciar –ni delegar– el texto preparado.
El Papa comentó el relato de Lucas, en el capítulo 4, en que los de paisanos Jesús se entusiasman con su presencia en la sinagoga, pero acaban echándolo de la ciudad. “Sus ojos habían estado fijos en Jesús, pero sus corazones no estaban dispuestos a cambiar a causa de su palabra. De ese modo, perdieron la oportunidad de sus vidas”, apuntó. Ante esto propuso el “cruce de miradas” de Pedro y Jesús cuando este le anuncia que le negará tres veces y la de este otro cuando llora tras la traición. “Sus ojos se llenaron de lágrimas que, nacidas de un corazón herido, lo liberaron de convicciones y justificaciones falsas. Aquel llanto amargo le cambió la vida”, comentó el pontífice. Pedro, prosiguió, “comenzó a conocerlo cuando, en la oscuridad de la negación, dio cabida a lágrimas de vergüenza y arrepentimiento”. “La curación del corazón de Pedro, la curación del Apóstol y la curación del Pastor son posibles cuando, heridos y arrepentidos, nos dejamos perdonar por Jesús; estas curaciones pasan a través de las lágrimas, del llanto amargo y del dolor que permite redescubrir el amor”, añadió.
Con este trasfondo, Francisco propuso a los sacerdotes una reflexión sobre la compunción que es “‘una punción en el corazón’, un pinchazo que lo hiere, haciendo brotar lágrimas de arrepentimiento”, “no es un sentimiento de culpa que nos tumba por tierra, no es el escrúpulo que paraliza, sino un aguijón benéfico que quema por dentro y cura, porque el corazón, cuando ve el propio mal y se reconoce pecador, se abre, acoge la acción del Espíritu Santo” y hace derramar lágrimas de gracia.
En este sentido, siguió Bergoglio, “no se trata de sentir lástima de uno mismo” por la propia frustración o incomprensión; es, destacó, “arrepentirse seriamente de haber entristecido a Dios con el pecado”, “es mirarme dentro y dolerme por mi ingratitud y mi inconstancia; es considerar con tristeza mi doblez y mis falsedades; es bajar a los recovecos de mi hipocresía” y “fijar la mirada en el Crucificado y dejarme conmover por su amor que siempre perdona y levanta” con unas lágrimas que “purifican el corazón” y “restituye la paz” siendo “el antídoto contra la esclerosis del corazón” como destacaron los autores clásicos de espiritualidad. Francisco propuso el criterio de que, en lugar de llorar más de niños, en la vida espiritual “quien no llora retrocede, envejece por dentro, mientras que quien alcanza una oración más sencilla e íntima, hecha de adoración y conmoción ante Dios, madura. Se liga menos a sí mismo y cada vez más a Cristo, y se hace pobre de espíritu. De ese modo se siente más cercano a los pobres, los predilectos de Dios”.
Para Francisco “un corazón dócil, liberado por el espíritu de las Bienaventuranzas, se inclina naturalmente a hacer compunción por los demás; en vez de enfadarse o escandalizarse por el mal que cometen los hermanos, llora por sus pecados”. Un movimiento, explicó, en el que “uno se vuelve severo consigo mismo y misericordioso con los demás”. El Señor busca, añadió, ”a quienes lloren los pecados de la Iglesia y del mundo, haciéndose instrumento de intercesión por todos” pensando en grandes sacerdotes de Oriente y Occidente.
A los sacerdotes, reclamó el Papa, “el Señor no nos pide juicios despectivos sobre los que no creen, sino amor y lágrimas por los que están alejados”, suscitando “perseverancia en la misericordia” antes que recrearse en la polémica. “En una sociedad secularizada, corremos el riesgo de mostrarnos muy activos y al mismo tiempo de sentirnos impotentes, con el resultado de perder el entusiasmo” llegando a “volvemos amargos y sarcásticos”, alertó el pontífice, por lo que propuso que “la amargura y la compunción, en vez de dirigirse hacia el mundo, se dirigen hacia el propio corazón, el Señor no dejará de visitarnos y de alzarnos de nuevo”.
Finalmente destacó que “la compunción no es el fruto de nuestro trabajo, sino que es una gracia y como tal ha de pedirse en la oración” desde el arrepentimiento auténtico como don del Espíritu. Ante esto Francisco ofreció dos consejos a los curas: “no mirar la vida y la llamada en una perspectiva de eficacia y de inmediatez, ligada sólo al hoy y a sus urgencias y expectativas, sino en el conjunto del pasado y del futuro” y “redescubrir la necesidad de dedicarnos a una oración que no sea de compromiso y funcional, sino gratuita, serena y prolongada”.
“Gracias, queridos sacerdotes, por sus corazones abiertos y dóciles; gracias por sus fatigas y sus lágrimas, gracias por llevar la maravilla de la misericordia de Dios a los hermanos y a las hermanas de nuestro tiempo. Que el Señor los consuele, los confirme y los recompense”, concluyó Francisco.