El misionero Oblato de María Inmaculada Alberto Ruiz González homenajea en su último libro a los beatos de este país del sudeste asiático
La capital de Laos fue testigo en 2016 de la beatificación por parte del papa Francisco de un grupo de 17 mártires –sacerdotes, religiosos y laicos– que habían dado su vida por Cristo en aquellas remotas tierras entre 1954 y 1970. Un acontecimiento que puede parecer lejano y por ello el nuevo libro del Misionero Oblato de María Inmaculada Alberto Ruiz González acerca al público español el testimonio de ‘El beato Mario Borzaga y los mártires de Laos’ (Ediciones Encuentro, 2024).
El autor comparte con Vida Nueva algunos de los detalles más desconocidos de este grupo de misioneros y colaboradores de los Oblatos de María Inmaculada. Entre ellos destaca el italiano Mario Borzaga, misionero martirizado con 27 años y que dejó un diario en el que narra su vocación y experiencia misionera.
PREGUNTA- Los mártires de Laos están vinculados a los misioneros de los Oblatos de María Inmaculada. ¿Cómo llegan a este remoto país de Asia?
RESPUESTA- Me parece justo comenzar cambiando el orden de los factores de la pregunta, pues en este caso sí alteraría el resultado final. Me refiero a que son los Misioneros Oblatos de María Inmaculada los que están vinculados a los mártires de Laos, grupo compuesto por otros religiosos, por laicos y por un sacerdote diocesano, quien encabeza la causa: el P. José Thao Tien. Espero poder aclararlo con la siguiente explicación. El cristianismo llega a este país de la península Indochina mucho antes de que lo haga nuestra Congregación. Hay noticias de la presencia de dos jesuitas allá por el siglo XVII, aunque es a finales del siglo XIX cuando los miembros de la Sociedad de las Misiones Extranjeras de París introducen allí el cristianismo al fundar una misión como extensión de la que tenían en Tailandia. El hecho de ser protectorado francés explica que sean congregaciones de este país las llamadas a evangelizar en esa parte del mundo. Será a petición del Cardenal prefecto de la Congregación de Propaganda Fidei, cuando el Consejo general de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada acepte, en junio de 1933, un campo de apostolado misionero en el norte de Laos, una región de altas cordilleras cubiertas de bosques. Los primeros oblatos llegaron en 1935. Y, unos veinte años más tarde, llegarán los refuerzos italianos de los oblatos, entre los que se encontraba el P. Mario Borzaga.
P.- En qué contexto se produce esta persecución en la que no hace tanto tiempo, ¿cómo era la comunidad cristiana?
R.- Podríamos decir que Laos se encontró en el lugar y en el momento equivocados. Ciertamente, un país no puede elegir dónde situarse, ni cambiar de lugar o de época a conveniencia. Pero esa fue la triste realidad. Cabe señalar las disputas internas por el poder, principalmente entre dos facciones asimiladas a dos regiones concretas. Sin embargo, tener como vecino del norte a Vietnam le llevó a sufrir las consecuencias de una de las guerras más famosas del pasado siglo XX, soportando innumerables bombardeos aéreos que asolaban sus tierras de cultivo. A esta circunstancia se añadió el deseo de Vietnam del norte por llegar a Vietnam del sur atravesando Laos, precisamente. De esta forma, el comunismo se acabó infiltrando en esta parte del sudeste asiático, junto a una concepción del verdadero laosiano vinculada a su religión ancestral: el budismo. En este contexto, los misioneros eran vistos fundamentalmente como extranjeros y, por lo tanto, enemigos en cierto modo. Los laicos martirizados junto a ellos eran oriundos del lugar. Les acompañaban con el fin de enseñarles los caminos a las diferentes aldeas, además de traducir su mensaje a las diversas lenguas nativas. Hablamos de una comunidad cristiana naciente, viva, pero no muy desarrollada todavía.
P.- En este grupo de 17 mártires del siglo XX destaca en el libro Mario Borzaga, un joven sacerdote de 27 años. ¿Quién es este testigo de la fe y qué nos enseña su diario?
R.- La historia del P. Mario Borzaga destaca por el conocimiento que tenemos de su experiencia a través de su diario personal. Se ha titulado como ‘Diario de un hombre feliz’, aunque él lo llamaba ‘cuaderno de un cura de campaña’. Lo interesante de estas notas es que él las concibe como notas personales, no como algo a publicar. Será descubierto después de su martirio. En él encontramos abundante material para conocer la vida concreta de los misioneros, sus alegrías y sus angustias; cómo vivían, qué pensaban. Y, en cuanto al propio autor, nos muestra su espiritualidad con una total honestidad, pues, en el fondo, estaba escribiendo para sí mismo. Esto hace que nos podamos identificar con él en muchos momentos y, por ende, sentirle muy cercano, muy humano cabría decir, lo cual nos alienta y anima en nuestro camino de santidad.
P.- Y ¿cómo son el resto de mártires que conforman este grupo de creyentes?
R.- Es un grupo muy variopinto y cada uno aporta algo peculiar. Digamos que son un bonito reflejo de la Iglesia: todos somos importantes, ninguno es prescindible. Por mencionar algún caso, es muy interesante el P. Vicente L’Hénoret, quien por su dificultad con los idiomas pidió sus superiores oblatos ir a Laos, al pensar que allí se hablaba francés. Pronto se daría cuenta de la complejidad de las lenguas nativas, lo cual no le impidió su entrega generosa. O el P. Juan Wauthier, martirizado por la fe y la lucha por la justicia, pues al ver cómo una aldea de otro grupo étnico pasaba hambre intercedió por ellos ante las autoridades. Esto le costó la vida. De los laicos me gusta especialmente Tomás Khampheuane Inthirath, un joven sencillo que deseaba ser catequista y no tuvo miedo a la muerte, aunque era muy consciente del riesgo de acompañar al P. Luciano Galán, uno de los mártires pertenecientes al Instituto Misionero de las Misiones Extranjeras de París.
P.- ¿Qué podemos seguir aprendiendo los cristianos de hoy del testimonio de estos mártires?
R.- En el libro comparto lo que yo he aprendido de ellos. Lo he denominado, siguiendo la enseñanza del papa Francisco en ‘Gaudete et exsultate’, los santos de ‘El continente de al lado’. A mi juicio, hay una cercanía humana, pues eran hombres y mujeres que vivían la fe en sus afanes cotidianos; hay una cercanía histórica pues, como has dicho al comienzo, no están tan lejos de nosotros en el tiempo, por lo que muchas de sus circunstancias vitales no nos resultan tan ajenas; y, por último, hay una cercanía eclesial. A esta última la he denominado ‘sinodalidad existencial’, porque en estos mártires se destaca la vida de comunidad en cuanto ayuda y soporte para continuar caminando tras las huellas de Jesús como sus discípulos. Por todo ello, me parecen un modelo para nuestro hoy, pudiendo experimentar su compañía en nuestro día a día, en lo más sencillo y más común, lo que puede parecer insignificante, y donde se encuentra, sin embargo, el meollo de la existencia.