José Barrero, periodista y profesor universitario, y Patricia González, ingeniera química y profesora de secundaria, conforman un matrimonio residente en la localidad madrileña de Getafe. Su vida cambió hace ocho años cuando tuvieron a su primera hija, María. Pero lo hizo muchísimo más cuando, hace seis, llegó al mundo Ángela.
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Como relata José, “fue en la semana 11 del embarazo cuando supimos que ella venía con Síndrome de Down. El desconocimiento hizo que nos llenáramos de miedo, pero, cuando nació y le vimos la cara, todo cambió”. Hasta el punto de que “mi hija Ángela es la alegría de mi corazón. Es lo más bonito y maravilloso que he visto. Es el sentido de mi vida”.
Con naturalidad
Echando mano de la Historia, este periodista apunta que “se han encontrado huesos de niños con Síndrome de Down de tiempos prehistóricos. Y los especialistas han podido comprobar cómo esos hijos eran la joya de las familias y los que más se cuidaban, porque eran los que más lo necesitaban. Y todo era con absoluta naturalidad. Era obvio”.
Si mira dentro de sí mismo y se retrotrae solo seis años, reconoce que “ahora entiendo cuáles eran mis miedos. Y es que vivimos en un mundo donde las trampas, el engaño y la mentira están al orden del día… Y donde la inocencia y la sencillez valen poco o nada. Pero mi hija Ángela me enseña a vivir despacio y a poder detenerme en los miles de regalos pequeños que nos hace la vida. Ella, despacio, me está enseñando lo que es la vida, lo que es vivir”.
Un aprendizaje feliz
A fuego lento, en un aprendizaje feliz, día a día, minuto a minuto, “mi hija Ángela me devuelve a la inocencia originaria; me hace disfrutar despacio del regalo de la vida, de los regalos de la vida; me enseña capacidades que otros no tienen. Hace poco, en una charla en la Universidad de Murcia, hablando sobre Deporte Inclusivo, llegué a decir: ‘Ya quisiera Pau Gasol tener las capacidades que tiene mi hija’. Pau Gasol, y tú, y yo… y todos”. Porque “mi hija Ángela es quien me humaniza y me salva”.
Y es que, como remacha el padre, “hay que estar informados. Tener un hijo con Síndrome de Down no tiene nada de malo. Todo lo contrario. Y si los que nos rodean no quieren vivir esta naturalidad con nosotros, ellos se lo pierden. También hemos tenido que aprender cada día a vivir, y en esas estamos, como todos. Nos dan pena los que hablan de apoyo a la discapacidad, pero luego no hacen nada, empezando por ser naturales y aceptar a los demás como son y acompañarlos en su necesidad concreta. Muchos se llenan la boca con lo de ‘educación personalizada’ y luego no se aportan los recursos necesarios: ni humanos, ni materiales, ni ambientales. Hay gente cuya forma de vivir es cada vez más triste y crispada, en vez de alegre como la sonrisa de un niño o una persona con Síndrome de Down”.
Una lección de vida
Patricia también tiene grabado a fuego el momento en el que “nos dijeron que nuestra segunda hija venía con Síndrome de Down. La noticia fue un mazazo de los que no se olvidan, pero de los que, gracias a Dios, uno se recompone y acaban siendo una lección de vida y un orgullo en la propia. Ángela nació y muchísimos de los miedos que había tenido durante el embarazo se esfumaron con la primera mirada que me dedicó”.
Hoy en día, “con nuestra experiencia vivida, me doy cuenta de que el problema de la discapacidad es un problema de la sociedad, de los que miramos. Porque no sabemos cómo hacerlo, porque lo desconocido nos asusta y no sabemos cómo tratarlo. Y nos alejamos. Pero, si sabes mirar o quieres aprender a hacerlo, rápido te das cuenta de que solo son diferentes realidades. Son personas con la misma dignidad y valor que cualquiera de nosotros, pero con una circunstancia particular. ¿Por qué asustarnos? Todos somos particulares”.
Como concluye esta madre, “vivimos en una sociedad individualista donde los problemas de otros no nos gustan (o los problemas en general), pero el problema no lo tienen las personas con discapacidad. ¿Qué vida está exenta de dificultades? Yo doy gracias a Dios por mi hija y la transformación que con ella ha sufrido mi vida. He aprendido a mirar y ver con algo más que con los ojos”. Hoy, esos ojos felices releen las páginas que ‘Dignitas infinita’, un canto a la protección de todos los derechos humanos, y sonríen aún con más fuerza.
Fotos: Jesús G. Feria