Esta semana, el miércoles 17 de abril, se han cumplido 10 años de la muerte, en Ciudad de México, de Gabriel García Márquez, uno de los grandes gigantes literarios contemporáneos. Reconocimiento que el escritor colombiano se ha ganado mucho más allá de los galardones académicos (recibió en 1982 el Premio Nobel de Literatura), entroncando con el privilegio que solo tienen un puñado de seres humanos: ser visto por sus semejantes como alguien que ha tocado millones de almas en lo más hondo de sí mismas.
Alcanzado el eco de la eternidad, de Gabo es ya la inmortalidad… Eso sí, ¿es consciente de la misma? ¿Se sabe vivo quien no puede morir del todo? ¿La comparte con Dios quien siempre afirmó no creer en Él?
Y es que, en su vida mortal, ciertamente, García Márquez no quiso escapar a un vasto campo para todo escritor: el misterio, la espiritualidad, la duda. ¿O es que acaso esa no es la esencia que late en su obra más celebrada, ‘Cien años de soledad’? De hecho, hay un momento en que el mágico espacio que lo alberga todo es enmarcado por un letrero ciertamente interpelante: “Macondo, Dios existe”.
Sin olvidar referencias explícitas como este párrafo que representa perfectamente el universo macondiano: “Melquíades terminó de plasmar en sus placas todo lo que era plasmable en Macondo, y abandonó el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de José Arcadio Buendía, quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba científica de la existencia de Dios”.
Hay autores, como Juan Antonio Monroy, que van más allá y consideran que la obra es en sí misma “una parábola bíblica”. “Abundan las reflexiones sobre Dios –sostiene en su artículo ‘García Márquez, desarchivado’– , la presencia de la Biblia, referencias a la creación tal como se cuenta en el Génesis, las plagas de Egipto, el éxodo del pueblo judío, la historia del diluvio, el apocalipsis de los últimos tiempos y otros destacados temas inmortalizados en la Divina Palabra y que están presentes en la literatura de todos los tiempos, en la naturaleza, en la conciencia del ser humano”.
Pero la clave espiritual (que no necesariamente religiosa o creyente) está presente, aunque siempre en boca de personajes, en buena parte de la prolífica creación del autor de otras obras que han pasado a la Historia, como ‘El coronel no tiene quien le escriba’, ‘Crónica de una muerte anunciada’, ‘Relato de un náufrago’, ‘El amor en los tiempos del cólera’, ‘El general en su laberinto’ o ‘Memoria de mis putas tristes’.
Tampoco podemos olvidar la faceta periodística de Gabo, que, en 1999, escribió en la revista ‘Cambio’ un perfil sobre el cardenal colombiano Darío Castrillón Hoyos, elaborado tras poder acompañarle varios días en Roma, a los pocos meses de recibir el rojo púrpura por Juan Pablo II. Titulado ‘El papable’, empieza de este sugerente modo: “La cama en que duerme es la misma en que murió Pío XII. El cuadro colgado sobre la cabecera de bronce es una imagen de la Inmaculada Concepción que perteneció a León XIII. El apartamento donde vive es propiedad del Vaticano, a treinta metros del límite físico entre Italia y la Santa Sede, y desde el estudio se ven las ventanas del dormitorio del Papa. La mayor parte de los muebles son salvados del naufragio de los siglos por los anticuarios del Vaticano. Las paredes del corredor, los dormitorios y el estudio están cubiertos con estantes de libros en sus idiomas originales, casi todos de enseñanza teológica, filosófica y pastoral; de los grandes clásicos latinos y griegos, y muy pocos de literatura contemporánea”.
En su perfil, el periodista deja claro que su figura le sorprende: “La verdad es que este paisa con perfil de águila está muy lejos de la imagen académica de un cardenal”. Gradualmente, el purpurado aparece retratado como un hombre humilde: “Es admirable que pueda sostener la casa con su sueldo de prefecto de la Sagrada Congregación del Clero: cuatro millones de liras, que son menos de 2.500 dólares. El Vaticano tiene un supermercado interno con precios humanitarios, pero la mano de obra italiana no lo es. El electricista le pedía 225.000 liras —unos 120 dólares— por colgar en el comedor una lámpara de Murano que no lucía en la sala, y el cardenal no tenía sino la tercera parte. Su Volkswagen desgastado lo conduce él mismo porque no tiene presupuesto para chófer, y solo le corresponde un tanque de gasolina al mes. Su pobreza resulta aún más irónica frente a las enormes sumas de dinero que tiene que manejar por su oficio: ninguna transacción de la Iglesia en el mundo que sobrepase el medio millón de dólares puede hacerse sin su autorización”.
Pero lo que más fascina de Castrillón al autor (el artículo deviene inconfundiblemente en homenaje) es su compromiso social y su valentía frente a los poderosos: “En Pereira, una ciudad próspera y pacífica, se enfrentó a la codicia y los vicios especulativos de los cafeteros. A los que le mandaban cheques de caridad para apaciguar sus conciencias se los devolvía con el encargo de que se preocuparan de las hordas de desamparados que dormían en la calle. A muchos, en especial a los niños, les repartía pan y café a media noche. Admiraba la lucidez y el buen corazón de los loquitos sueltos que se aliviaban el hambre hablando solos”. Y cita esta frase del propio cardenal: “En lo que hace referencia a la vida y a los derechos humanos, los locos pueden tener más razón que los cuerdos”.
“Cuando empezaron a amanecer asesinados –remata–, no solo los locos sino los mendigos, las prostitutas y los huérfanos callejeros, comprendió que alguien estaba ejecutando una interpretación salvaje de su justicia social. El obispo habló de frente con el comandante de la policía, sospechoso de los desafueros. Como no le hizo caso, lo denunció ante el presidente de la República en persona, pero tampoco tuvo respuesta. Entonces, tronó en el púlpito: ‘Anoche, a las once, invité a unos muchachos a tomar café. Algunos amanecieron muertos y otros no aparecen. Señor comandante de la policía, contésteme: ¿dónde están mis hijos?’. La respuesta fue inmediata: los desaparecidos aparecieron, pero nadie resucitó a los muertos, y el señor comandante se fue de la ciudad”.
Finalmente, Castrillón Hoyos no llegó a ser papa (murió en 2018, aunque dicen que su nombre sonó con fuerza en el cónclave de 2005). Eso sí, no sabemos si en él vio Gabo a Dios, o simplemente a un hombre bueno.