Kigali. Noviembre de 2021. En un céntrico bar de la capital ruandesa, dos jóvenes de apenas 20 años conversan sobre las heridas abiertas del genocidio que sacudió su país hace ahora justo tres décadas. Ellos, que no lo vivieron, hablan de la necesidad del perdón, de reconciliación, de pasar página, de mirar hacia delante. Pero hay preguntas que prefieren no responder; no dicen qué piensan del dictador de su nación, Paul Kagame, que ha gobernado Ruanda con mano dura desde que accediera al poder allá por el 2000. También se muestran reacios a incluirse públicamente dentro de la etnia tutsi o la etnia hutu. “De eso ya no hablamos aquí”, sentencian.
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- PODCAST: Acompañar a los ‘influencers’
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
El silencio de los jóvenes es impuesto por el actual Gobierno, que se escuda en lo que sucedió a partir del 6 de abril de 1994. Cuando estaba a punto de aterrizar en el aeropuerto de Kigali, el avión en el viajaban Juvènal Habyarimana, presidente ruandés, y Cyprien Ntaryamira, su homólogo burundés, ambos hutus, sufrió el impacto de dos misiles, cayó derribado y explotó. Ni hubo supervivientes ni se conoce todavía a ciencia cierta la autoría del atentado. Fue el pistoletazo de salida a unos de los actos más atroces de todo el siglo XX: el genocidio de Ruanda. Desde el día siguiente y hasta el 15 de julio de ese mismo año, alrededor de 800.000 tutsis (etnia que componía el 14% de la población) y hutus moderados murieron a manos de una turba compuesta por unos 200.000 hutus (el 85%) organizada y alentada por extremistas de esa misma etnia.
Guiados desde una emisora
Para el periodista José María Arenzana, que cubrió la masacre en territorio africano y acaba de presentar su libro ‘Ruanda, cien días de fuego,’ en el que recoge sus vivencias, las raíces de un acto tan atroz hay que buscarlas más allá del atentado. La región africana de los Grandes Lagos ya era una zona de fuertes tensiones antes de aquella fecha. Un ejemplo: el 21 de octubre de 1993 fue asesinado el primer presidente hutu de Burundi, Melchior Ndadaye, que llegó al poder tras las primeras elecciones democráticas en la historia de ese país, con divisiones étnicas parecidas a las ruandesas. Dice Arenzana: “Cuando lo mataron, el poder hutu de Ruanda comenzó a defender que los tutsis querían acabar con los hutus, y la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas, creada meses antes, comenzó a calentar motores para lo que venía”.
Arenzana hace hincapié en la responsabilidad de Francia y en la inacción de las Naciones Unidas, y menciona la inestabilidad mundial de aquel 1994, con los Balcanes copando a diario las portadas de los periódicos de todo el mundo en una guerra cruel y sangrienta o el fracaso de la operación estadounidense en Somalia unos meses antes. Pero destaca la crudeza de lo que vio: “Tengo recuerdos muy vivos; fue algo inolvidable. En lo cualitativo, fue una matanza de carácter artesanal, que es la gran diferencia respecto a otros genocidios. En lo cuantitativo, la cifra de muertos fue de unos 11.000 al día. Supera a los nazis, al gulag…”. Y añade: “No fue una cosa casual. La Radio Televisión Libre de las Mil Colinas daba listas de personas a las que matar y los asesinatos se producían a mano y en masa. Vecinos contra vecinos. Gente que se conocía. Algo salvaje”, relata.
Se frenó con las armas
Tras los días de sangre, accedió al poder el Frente Patriótico Ruandés (FPR), que había frenado el genocidio con las armas. Y, en el 2000, uno de sus líderes militares más destacados, Paul Kagame, fue investido presidente, cargo que ratificó en las elecciones de 2003, las primeras desde la masacre, con una abultada mayoría absoluta ante acusaciones de graves irregularidades. Desde entonces, y con una generosa ayuda internacional al desarrollo que bordea los 1.000 millones de euros anuales (el 15% de su PIB), Ruanda ha experimentado un reseñable despegue económico y social: actualmente, es el estado africano donde resulta más fácil comenzar un negocio, tras la Isla de Mauricio, en un ranking del Banco Mundial en el que supera a naciones como Portugal u Holanda. Además, se organizan eventos políticos o deportivos con asiduidad y Kigali es ejemplo de infraestructuras funcionales, limpieza y seguridad.
Pero, tras cada éxito económico y social, se atisba la figura oscura de un presidente reconvertido en dictador que no permite oposición. El Gobierno de Kagame ha sido señalado por diversos organismos internacionales en multitud de ocasiones por perseguir, encarcelar e incluso asesinar a quien critica su gestión. Quizás, uno de los casos más sonados fue la detención en 2020 de Paul Rusesabagina, héroe local, el hombre que inspiró la película Hotel Ruanda y firme opositor del régimen, cuando agentes estatales lo engañaron para que subiera a un avión privado y lo llevaron a Kigali. Lo liberaron en marzo del año pasado. “Mucha gente nos decía que no íbamos a ser capaces de conseguir que soltaran a mi padre. Sufrió torturas físicas y psicológicas, pero se está recuperando bien”, afirma Carine Kanimba, hija de Rusesabagina y activista por los derechos humanos.
Un rotundo ‘mea culpa’
Ante los múltiples informes que hablan del oscuro papel que jugó la Iglesia en el genocidio, las voces entonando el mea culpa y el perdón se han elevado alto y claro en los últimos 30 años. Los ejemplos son múltiples y diversos. En 2016, el Episcopado ruandesa reconoció que sus miembros planificaron, ayudaron y llevaron a cabo el genocidio y se disculpó por las atrocidades. “No demostramos que somos una familia, sino que nos matamos unos a otros”, afirmaron en unas declaraciones que recogieron diferentes medios y que llevaban por intención dar un paso más en la reconciliación nacional en un país de amplia mayoría cristiana.
También el papa Francisco se ha expresado en los mismos términos. Lo hizo en una reunión con el presidente Paul Kagame en 2017: “Imploro el perdón de Dios por las faltas de la Iglesia y de sus miembros. Sacerdotes y religiosos cedieron al odio y a la violencia y traicionaron su misión evangélica”.