Como ya lo fuera Pío VI, su sucesor, Pío VII, fue uno de los grandes antagonistas de Napoleón Bonaparte. Hasta el punto de que, pese a ser detenido por el general corso, acabó sobreviviéndole y, por tanto, fue uno de los testigos del derrumbe de su Imperio.
Inmersos aún en las celebraciones por el segundo centenario de su muerte (falleció el 20 de agosto de 1823), en el marco de las mismas, el papa Francisco ha querido reunirse, este sábado 20 de abril, con fieles de las diócesis con las que estuvo relacionado Barnaba Chiaramonti: Cesena-Sarsina (donde se formó); Imola y Tivoli (de las que fue obispo); y Cesena-Sarsina (donde estuvo preso).
En una audiencia con representantes de todas esas comunidades eclesiales locales, Bergoglio ha reivindicado que Pío VII “fue y es para todos nosotros un gran ejemplo de buen pastor que da la vida por su rebaño. Hombre de notable cultura y piedad, fue piadoso, monje, abad, obispo y papa, y en todas estas funciones mantuvo siempre su entrega a Dios y a la Iglesia, aun a costa de grandes sacrificios”.
Como en el “dramático momento de su arresto, cuando, a quienes le ofrecían escapar de su cautiverio a cambio de compromisos respecto a sus responsabilidades pastorales, respondió: ‘Non debemus, non possumus, non volumus’ -bonito, ¿eh?-. ‘No debemos, no podemos, no queremos’”. Pagando “el precio de su libertad personal”, confirmó “lo que había prometido hacer, con la ayuda de Dios, el día de su elección”.
En el encuentro, que se desarrolló ante la tumba de Pío VII en la Basílica de San Pedro, Francisco, como recoge ‘Vatican News’, destacó “tres valores cardinales de los que Pío VII fue testigo: comunión, testimonio y misericordia”. Por el primero, Chiaramonti fue “un convencido partidario y defensor” de la necesidad de fomentar la comunión. Y “en tiempos de luchas y divisiones feroces”.
Así, “los disturbios provocados por la Revolución Francesa y las invasiones napoleónicas habían producido y seguían fomentando dolorosas desavenencias, tanto en el seno del pueblo de Dios como en sus relaciones con el mundo circundante: heridas sangrantes, tanto morales como físicas. Incluso el Papa parecía abrumado por ellas. Y, en cambio, con su serena y tenaz perseverancia en la defensa de la unidad, Pío VII supo transformar el acoso de quienes querían aislarle y distanciarle, despojándole públicamente de toda dignidad, transformando estas cosas en oportunidades para relanzar un mensaje de entrega y amor a la Iglesia, al que el pueblo de Dios respondió con entusiasmo”.
Como celebra con entusiasmo el Pontífice argentino, de una prueba agónica brotó una oportunidad luminosa para ahondar en el Evangelio: “Lo que surgió fue una comunidad materialmente más pobre, pero moralmente más cohesionada, fuerte y creíble. Y su ejemplo nos estimula a ser, en nuestro tiempo, aun a costa de renuncias, constructores de unidad en la Iglesia universal, en la Iglesia local, en las parroquias y en las familias: ¡hacer comunión, favorecer la reconciliación, promover la paz, fieles a la verdad en la caridad!”.
Respecto al valor del testimonio, Bergoglio destaca de su predecesor que, “hombre de carácter apacible”, fue “un valiente anunciador del Evangelio, con la palabra y con la vida. Decía a los cardenales electores al inicio de su pontificado: ‘La Iglesia tiene necesidad de nuestros buenos ejemplos; para que todos comprendan que no es en el esplendor, sino en el desprecio de las riquezas, en la humildad, en la modestia, en la paciencia, en la caridad y, finalmente, en todo deber sacerdotal, como se retrata la imagen de Nuestro Creador y se conserva la auténtica dimensión de la Iglesia’. Es hermoso lo que dijo… Y de hecho realizó este ideal de profecía cristiana, viviéndolo y promoviéndolo con dignidad en los buenos y en los malos tiempos, tanto personalmente como en la Iglesia, incluso cuando esto le llevó a chocar con los poderosos de su tiempo”.
En cuanto a la misericordia, Francisco observa que, “a pesar de los grandes obstáculos que le pusieron en el camino los acontecimientos napoleónicos, concretó su preocupación por los necesitados distinguiéndose con algunas reformas e iniciativas sociales de gran alcance, innovadoras en su tiempo, como la revisión de las relaciones de ‘vasallaje,’ que supuso la emancipación de los campesinos pobres, la abolición de muchos privilegios nobiliarios, la regalía, el uso de la tortura y la creación de una cátedra de cirugía en la Universidad de La Sapienza para mejorar la atención médica y aumentar la investigación”.
Por todo ello, Pío VII, “un hombre muy inteligente, muy piadoso y astuto”, fue un gigante de su tiempo que “supo llevar a cabo incluso su encarcelamiento con astucia. A veces enviaba mensajes en su ropa interior y, de esta manera, era capaz de guiar a la Iglesia, a través de su ropa interior. Y eso es algo hermoso. Eso es un hombre que es listo, astuto y que quiere llevar a cabo la tarea de liderazgo que el Señor le había encomendado; eso es hermoso”.
En otra clave que bien podría recordar a la relación que él mismo sostiene con Vladímir Putin, Francisco celebra que Pío VII siempre mostró “caridad” con todos; incluidos “sus perseguidores”. Y es que, “aunque denunciaba sin ambages sus errores y abusos, trataba de mantener abierto un canal de diálogo con ellos y, sobre todo, les ofrecía siempre su perdón. Llegando incluso a conceder hospitalidad en los estados de la Iglesia, tras la Restauración, ‘a los propios parientes de aquel Napoleón que pocos años antes le había hecho encarcelar y pidiendo para él, ya derrotado, un trato suave en prisión’”.
En definitiva, Chiaramonti deja un alud de valores: “El amor a la verdad, la unidad, el diálogo, la atención a los últimos, el perdón, la búsqueda tenaz de la paz y esa sagacidad evangélica que el Señor nos recomienda”. Ahora, el reto es “hacerlos nuestros y testimoniarlos, para que crezca en nosotros y en nuestras comunidades el estilo de la mansedumbre y de la disponibilidad al sacrificio”. Porque “ser mansos no significa ser tontos, sino inteligentes, como recomienda el Señor. (..) Sencillo como la paloma, pero astuto como la serpiente”.
Ya el pasado año, en el inicio del bicentenario de la muerte de Pío VII, Francisco ensalzó su figura y, en un mensaje enviado al obispo de Cesena-Sarsina, Douglas Regattieri, lo definió como “un hijo ilustre, un pastor valiente, un reflexivo defensor de la Iglesia”. Además, le señaló como un hombre de “profunda fe, mansedumbre, humanidad y misericordia, que se destacó por su competencia y prudencia frente a quienes impidieron la ‘Libertas Ecclesiae’”.
Si seguimos la invitación de Francisco, es más que positivo conocer la figura de Pío VI, así como el contexto en el que vivió. Hasta el punto de que, cuando su predecesor, Pío VI, murió el 29 de agosto de 1799 en la localidad gala de Valence, preso de los hijos de la Revolución Francesa, se le enterró sin oficio religioso alguno y en el registro de defunciones local se le describió, sin más, como “el ciudadano Braschi, que ejercía la profesión de Pontífice”. Entonces, un diario revolucionario llegó a anunciar así la muerte del Papa: “Pío VI y último”.
En ese momento, ni el mismo Napoleón, cuya campaña en Italia había forzado la caída en desgracia de Giovanni Angelo Braschi y quien ya se perfilaba como el próximo emperador de Francia, podía imaginar que una de las mayores resistencias a sus aspiraciones la iba a encontrar en su sucesor. El siguiente Pío. Porque el sexto no fue, ni mucho menos, el último…
Eso sí, no fue fácil. Hubieron de pasar siete meses hasta que un cónclave, celebrado en Venecia, eligiera a Barnaba Chiaramonti, que escogió el nombre de Pío VII en homenaje a su predecesor. Y otros cuatro meses hasta que, el 3 de julio de 1800, al fin un papa regresara a Roma.
El gran mérito de Chiaramonti fue su lucha por la independencia de la Iglesia, poniendo en el centro su esencia espiritual y no la política, aunque fuera consciente de que debía defender los Estados Pontificios para poder asegurar su autonomía frente a otros soberanos en un mundo en catarsis. Y es que, desde el triunfo de la Revolución Francesa, el Antiguo Régimen había dado paso a la Edad Contemporánea.
Como destaca el libro ‘Diccionario de los Papas y Concilios’, dirigido por Javier Paredes, Pío VII era consciente de este cambio de ciclo y no renegaba de por sí de las nuevas ideas. “La forma de gobierno democrática -había asegurado en una homilía de Navidad antes de ser Papa- de manera alguna repugna al Evangelio; exige, por el contrario, todas las sublimes virtudes que no se aprenden más que en la escuela de Jesucristo. Sed buenos cristianos y seréis buenos demócratas”.
Ese espíritu conciliador, unido al pragmatismo de un Napoleón que desde ese 1800 había liquidado la Revolución Francesa proclamándose primer cónsul, llevaron, sorprendentemente, a la firma de un concordato entre Francia y los Estados Pontificios, el 15 de julio de 1801. Así, mientras Bonaparte buscaba contentar a la mayoría católica del pueblo galo y ganar prestigio internacional, Pío VII deseaba recuperar buena parte de la visibilidad eclesial perdida en los años de la Revolución.
Así, se llegó a un punto intermedio en el que ambos cedieron: mientras Francia declaraba al catolicismo como la religión “de la mayoría de los franceses” (que no del Estado), la Santa Sede reconocía al nuevo régimen galo; mientras la Iglesia no reivindicaba los numerosos bienes patrimoniales nacionalizados, el Gobierno aseguraba la manutención de los pastores. En el punto más conflictivo, el del nombramiento de los nuevos obispos, se pactó que Napoleón propusiera a sus candidatos y el Papa los invistiera. Mientras, para hacer tabla rasa entre los que había nombrado el Estado y los que habían debido partir al exilio, se acordó que todos ellos presentaran su dimisión.
Más allá aún se fue cuando, en 1804, Napoleón concentró todos los poderes en su persona y decidió proclamarse emperador. La ceremonia tendría lugar ese 2 de diciembre en el gran templo parisino, Notre Dame, y el general sardo tuvo claro desde el primer momento que debía ser coronado por el Papa en persona. En lo que fue una ceremonia en la que se midió todo al mínimo detalle, al final Pío VII la presidió, aunque se aseguró un matiz importante: él no le coronó como tal, sino que le entregó la corona a Napoleón, quien se autocoronó, haciendo lo propio con su esposa, Josefina Beauharnais.
Con todo, tal acumulación de poder llevó a Napoleón a renunciar a su pragmatismo y a tratar de extender su Imperio a toda costa, conquistando desde España hasta Rusia; guerras que a la postre significarían su derrota. Con Gran Bretaña utilizó otra estrategia: decretar el bloqueo continental, impidiendo el comercio con la Isla.
Como trató de forzar a los Estados Pontificios a participar en ese bloqueo y el Papa se negó (molesto este también porque el líder galo había impulsado un Catecismo Imperial con el que, en la práctica, trataba de promover el culto a su persona), la ira de Napoleón se centró en su figura y el emperador fue poco a poco conquistando todos sus territorios. Así hasta que, el 2 de febrero de 1808, entró en Roma y arrestó a Pío VII en el Palacio del Quirinal.
Tras un año de calma tensa y no plegarse el Pontífice a los deseos imperiales, el 10 de junio de 1809 se cesó al Papa de su poder temporal y se le hizo prisionero, expulsándole de la ciudad. Durante mes y medio, pese a las pésimas condiciones de salud de Pío VI, se le trasladó hasta Savona, donde pasó tres años incomunicado del mundo, viviendo como un simple monje en su celda.
Tras otro breve paso por Fontainebleau, donde Napoleón le visitó durante varios días para exigirle que ratificara sus nombramientos episcopales, al final el emperador se rindió ante la terquedad papal y le dejó libre, regresando a Roma el 24 de mayo de 1814, casi cinco años después de su salida forzosa.
El giro en esta historia llegó en 1815 cuando Napoleón perdió definitivamente en Waterloo y fue desterrado a la isla de Santa Elena. Poco antes de su muerte, seis años después, Pío VII tuvo un gesto de misericordia con quien fuera su carcelero y, como ilustra el libro ‘Diccionario de los Papas y Concilios’, mandó a un religioso sardo a que le acompañara espiritualmente en el momento final. Ya fallecido Napoleón, se aseguró de que su madre y otros familiares (incluido el futuro Napoleón III) fueran acogidos en Roma.
El ansia de independencia de Pío VII se mantuvo cuando, en el Congreso de Viena posterior a la guerra continental, se negó a plegarse a los dictados de la Santa Alianza que había derrotado a Napoleón. También, por cierto, lo mostró internamente, cuando reformó los Estados Pontificios y abolió en ellos prácticas del régimen medieval, como la tortura o numerosos privilegios feudales.
Chiaramonti murió el 20 de agosto de 1823, a los 81 años de edad. A diferencia de su predecesor y pese a haber probado también el trance de la prisión y el exilio, falleció en Roma en pleno ejercicio de su autoridad espiritual. Sí, erró cierto periódico… Pío VI no fue el último Papa. Le iba a suceder quien supo dirigir la barca de Pedro del Antiguo Régimen a la Edad Contemporánea. Y lo hizo aceptando el signo de su tiempo y conociendo las almas que llegaban ante él. Como la de su gran acompañante en la danza de la Historia: Napoleón Bonaparte.
El proceso de beatificación de Pío VII está abierto después de que en 2007 la Santa Sede se puso en contacto con la Diócesis de Savona-Noli para comunicar que Benedicto XVI había aprobado el ‘nihil obstat’ para declararlo siervo de Dios.