Semanas atrás, en el XXV Consejo Mundial del Pueblo Ruso, el patriarca ortodoxo de Moscú, Kirill, llevó más allá su bendición espiritual de la invasión de Ucrania por Vladímir Putin y consiguió que se aprobara un decreto en el que se califica dicha intervención militar en el país vecino como una “una guerra santa”.
Un documento, por cierto, en el que también se pide al “mundo ruso” apoyar “una nueva etapa de la lucha de liberación nacional contra el régimen criminal de Kiev y Occidente, que lo respalda”. Y es que, frente a esta “embestida del globalismo” contra su cultura, la única esperanza, según Kirill, sería que se consumara “la victoria sobre un Occidente caído en el satanismo”. Lo que lleva a una definitiva conclusión: “Todo el territorio de la Ucrania moderna debería entrar en una zona de influencia exclusiva de Rusia”.
En su declaración semanal a sus propios medios diocesanos, el arzobispo mayor Sviatoslav Shevchuk, primado de la Iglesia greco-católica ucraniana, ha querido recordar que, “en Ucrania, la guerra dura 11 años y cada día se cobra nuevas vidas”. Ante “los enormes crímenes contra la humanidad cometidos por los rusos en suelo ucraniano”, ha clamado con energía: “¡Ucrania está en pie! ¡Ucrania está luchando! ¡Ucrania está rezando!”.
De ahí su estupor al conocer “las palabras de algunos congresistas estadounidenses [de la órbita del líder republicano, Donad Trump] que creen que el líder ruso defiende los valores cristianos en el mundo moderno, afirmando que Rusia es el último bastión de los valores tradicionales y de la Iglesia, en particular en Ucrania”.
Para Shevchuk, es palpable que “el retorno a las formas soviéticas de influir en la Iglesia, como lo hace Rusia hoy, significa esclavitud para la Iglesia, independientemente de su denominación”. Y es que “nosotros, los católicos griegos, recordamos bien cómo en la Unión Soviética estábamos privados de un estatus legal y existíamos en las catacumbas”, encarnando “la mayor oposición pública al régimen en el siglo XX”
De ahí que haya que lamentar el paso dado por Kirill al definir la invasión rusa de Ucrania como una “guerra santa”. Algo que se produce, precisamente, mientras Putin “está destruyendo principalmente la libertad religiosa” y “más de 600 iglesias de diversas denominaciones fueron destruidas en los territorios ocupados”.
En este contexto, “la Iglesia ortodoxa rusa deja de ser una Iglesia y se convierte en parte de la máquina estatal”. Una politización a la que ha llegado con “su intento de justificar los crímenes, asesinatos y violencia contra los cristianos, incluido el pueblo ucraniano, prometiendo a los criminales la vida eterna y el perdón de los pecados por los crímenes cometidos en nuestro suelo”.
Hasta tal punto ha llegado la degradación espiritual que “recientemente escuchamos que esta guerra, que originalmente se llamó guerra de liberación nacional del pueblo ruso, ha sido declarada sagrada. Por tanto, quien se presenta como el último defensor de la Iglesia y de los valores cristianos tradicionales, se convierte en un blasfemo. Porque, al llamar sagrada a la guerra, comete un crimen no solo contra el hombre, sino también contra Dios; es un sacrilegio”.
Las reacciones a esta última andanada del Patriarca Ortodoxo de Moscú han convulsionado el ámbito ecuménico. Un claro ejemplo ha sido el rotundo rechazo del Consejo Mundial de Iglesias (CMI), que ya ha pedido una reunión “urgente” a Kirill para que explique esta apuesta por la concepción de la “guerra santa” que, en una visita de sus representantes, en mayo de 2023 en Moscú, este les negó categóricamente.
Otra reacción, como ha informado el portal ucraniano ‘Risu’, ha llegado en el propio seno de la ortodoxia. En este caso, en Estonia, donde Raivo Küyt, vicecanciller de Población y Sociedad Civil, y Ringo Ringvee, asesor del Departamento de Asuntos Religiosos, ambos dentro del Ministerio del Interior, han confirmado que se están reuniendo estos días con representantes de la Iglesia Ortodoxa de Estonia para pedirles que se “independicen” de toda influencia de Moscú y se subordinen a Bartolomé, patriarca de Constantinopla, como ya sucede con la Iglesia Ortodoxa Apostólica local y como ya hizo hace unos años la Iglesia autónoma ucraniana, pastoreada por el metropolita Epifaniy.