El 2 de noviembre de 1991, tras la muerte de Demetrio, Bartolomé (su nombre secular, Demetrio Archondonis, denota las raíces griegas de sus padres) se convirtió en el patriarca ecuménico de Constantinopla. Responsabilidad a la que llegó con apenas 51 años, habiendo nacido el 29 de febrero de 1940 en la aldea turca de San Teodoro, en la isla de Imbros.
Fue así como, tres décadas atrás, llegó a Estambul para acometer un reto único: ser el 270º primus inter pares de los ortodoxos de tradición bizantina a nivel mundial. Ya se había formado en la capital turca, donde recibió buena parte de su educación elemental y secundaria. La espiritual tuvo lugar en Halki, donde, en 1961, se licenció en Teología. Ese mismo año ya fue ordenado diácono, adquiriendo el nombre religioso de Bartolomé.
La siguiente etapa de su vida la dedicaría a estudiar en distintos enclaves europeos: en Roma (Italia), en el Pontificio Instituto Oriental de la Universidad Gregoriana; en Bosey (Suiza), en el Instituto Ecuménico; en Múnich (Alemania), siendo uno más en las aulas de su Universidad; y en Atenas (Grecia), donde presentó su tesis doctoral, centrada en el Derecho Canónico.
Ordenado sacerdote en 1969, el patriarca Atenágoras lo nombró al poco archimandrita. Tres años después, ya con Demetrio, asumió la dirección de la oficina privada patriarcal. En 1973, el entonces patriarca constantinopolitano le consagró obispo, ejerciendo la tarea episcopal en las comunidades de Filadelfia (hasta enero de 1990) y Calcedonia. Desde esta última, tras menos de dos años al frente de su Iglesia local, fue elegido en 1991 para liderar a la ortodoxia de tradición bizantina.
Su amplio período de gobierno ha estado marcado por el reto de revitalizar la ortodoxia en un contexto cambiante (de hecho, lo inició al poco de consumarse la caída de la Unión Soviética); por su estrecha fraternidad con la Iglesia católica (ha tenido numerosos puntos de encuentro con Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco); por un compromiso muy marcado en defensa del medio ambiente desde una óptica espiritual; por sus complejas relaciones con el Gobierno turco de Recep Tayyip Erdogan (que ha simbolizado su deriva islamista al convertir de nuevo Santa Sofía en una mezquita, causando un gran dolor en el patriarca); y, en el seno de la ortodoxia, por su compleja relación con el Patriarcado Ortodoxo de Moscú, encabezado por Kirill y, antes, por Alexis II.
Unas desavenencias que van más allá de su enfrentamiento directo desde que Rusia invadiera Ucrania hace algo más de dos años y el patriarca moscovita se alineara sin ambages junto al Kremlin, llegando a calificar de “guerra santa” el intento de anexión de una nación hermana. La gran ruptura afloró en diciembre de 2018, cuando de la comunidad metropolitana de Kiev, subordinada desde hacía tres siglos a Moscú, se desgajó la Iglesia autocéfala ucraniana, naciendo así la decimoquinta Iglesia ortodoxa a nivel mundial. Un proceso que contó con la bendición de Bartolomé y que Kirill no aceptó, calificándolo de “cisma” y concretándose una fricción entre ambos patriarcados que se mantiene a día de hoy.
Con todo, en estas más de tres décadas, el gran hito eclesial protagonizado por Bartolomé ha sido el Concilio Pan-Ortodoxo, que tenía por fin la evangelización del mundo moderno y que se celebró en Kolymvari, en la isla griega de Creta, del 19 al 26 de junio de 2016. Después de una meticulosa preparación de 50 años (y es que hacía más de un milenio de la anterior asamblea de este tipo), el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla abanderó un proceso en el que participaron un total de 10 patriarcados ortodoxos de las 14 autocefalías que entonces había (dos años después, como ya hemos indicado, Ucrania fue la 15ª) para reflexionar sobre las diversas respuestas a dar en diferentes ámbitos que marcan el momento presente. Moscú impuso su bloqueo, pues, además de su sonada ausencia, tampoco acudieron los representantes de los patriarcados de Bulgaria, Georgia y Antioquía. Pese a ello, el Concilio se consideró “vinculante”.
Pedro Langa, agustino y experto ecumenista, recalca a Vida Nueva cómo, en efecto, la tensión actual que hoy sufre la ortodoxia viene de lejos: “Estamos ante dos grandes bloques liderados por dos significativos personajes. Por un lado, está Bartolomé, representante de la histórica corriente bizantina y que, como ‘primus inter pares’, es el único que puede crear una nueva autocefalía, como hizo con Ucrania, encabezada desde entonces por el metropolita Epifaniy. Y, por el otro lado, tenemos a Kirill, líder de la tradición eslava. Esta última es hija de Constantinopla, habiendo emanado, como todas las demás, de su autoridad, existiendo porque en su día lo aprobó un patriarca ecuménico sentado en la sede de El Fanar, en Estambul. Pero, a su vez, Kirill sabe perfectamente que su gran fuerza está en los números, ya que su autoridad se extiende sobre 500 millones de ortodoxos. Una cifra que supera, sumándolos a todos, al resto de Iglesias ortodoxas”.
Para Langa, “seguramente, Kirill no esperaba una oposición tan fuerte por parte de Bartolomé al alinearse con Putin y bendecir la invasión de Ucrania. Pero, si lo pensamos bien, es algo que tampoco puede sorprender, pues el bloqueo ruso al Concilio Pan-Ortodoxo resquebrajó buena parte de la comunión. Y solo dos años después, en 2018, el propio patriarca moscovita, seguramente también muy influido por Putin, fue también muy lejos al ‘excomulgar’ a Bartolomé y a todo el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla (y a todos los que cierren filas con él) por haber concedido la autocefalía a Kiev”.
El ecumenista apela a la esperanza y cree que “acabará prevaleciendo la cordura”. Algo en lo que puede desempeñar un papel importante el papa Francisco: “Él siempre busca el equilibrio y ha querido tener gestos tanto con Bartolomé como con Kirill, pero, al final, se ha visto cómo en el primero se han visibilizado un saber estar y una generosidad con Roma, mientras que al segundo no tuvo más remedio que pedirle que ‘fuera un líder religioso y no un monaguillo de Putin’… Eso seguro que no le gustó nada al patriarca ortodoxo de Moscú. Y me temo que, desde entonces, no han hablado muchas veces más”.
De hecho, cree que el punto de inflexión “pudo haber llegado en febrero de 2016, cuando Kirill se encontró con Francisco en el aeropuerto de La Habana. Ambos se dieron un abrazo, el primero entre los líderes de ambas Iglesias tras el cisma de 1054. La senda debía haber conducido a una visita del patriarca ruso a Roma y a otra del Papa a Moscú… Pero nada de eso ocurrió y al final las circunstancias les han acabado alejando”.