Tras la visita apostólica Verona, el papa Francisco ha presidio la misa del Domingo de Pentecostés en la Basílica de San Pedro. Una celebración en la que el pontífice ha querido reflexionar sobre los “dos ámbitos de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, en nosotros y en la misión; con dos características, la fuerza y la amabilidad”.
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Derrotar el mal
Para Francisco “la acción del Espíritu en nosotros es fuerte, como lo simbolizan los signos del viento y del fuego” ya que “sin ese poder nosotros, solos, nunca podremos derrotar el mal”. Mal que san Pablo ejemplifica con los “deseos de la carne”, es decir, “pulsiones poderosas que, si se les da rienda suelta, toman fácilmente el control de nuestra libertad” y que arruinan “nuestras relaciones con los demás y dividiendo nuestras comunidades”.
“El Espíritu Santo, si se lo permitimos, nos ayuda y nos sostiene” para que “nuestros momentos de lucha se transformen en ocasiones de crecimiento, en crisis benéficas de las que podemos salir mejores, más fuertes, capaces de amar con mayor libertad”, destacó el Papa. Y todo ello de forma “amable”, prosiguió el pontífice ya que “esta delicadeza es un rasgo del actuar de Dios”. “Amable, respetuosa, delicada: así es la obra de reconstrucción que el Espíritu realiza en nosotros. No entra en escena como un justiciero o un vengador, sino como ‘dulce huésped, consuelo, descanso, conforto’, para hacer crecer y madurar en nosotros sus frutos, que son la alegría, la paz, la bondad, la fidelidad”, añadió. “El Espíritu Santo actúa en nosotros de esta manera: como una presencia fuerte pero amable”, sentenció.
Impulso misionero
También, prosiguió, “el día de Pentecostés nace en los discípulos un incontenible impulso misionero, y con él el deseo y la capacidad de anunciar el Evangelio y de hacerse comprender por personas de lenguas y culturas diferentes” con una gran audacia. Así nosotros, “que hemos recibido el don del Espíritu Santo en el Bautismo y en la Confirmación”, también “somos enviados a anunciar el Evangelio a todos, yendo ‘cada vez más lejos, no sólo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente universal’”, señaló Bergoglio citando a Pablo VI.
Esto, reclamó, ha de hacerse “no con prepotencia e imposiciones, ni tampoco con cálculos y engaños, sino con la energía que proviene de la fidelidad a la verdad, esa que el Espíritu inculca en nuestros corazones y hace crecer en nosotros”. Por ello, apuntó, “no nos rendimos, sino que continuamos hablando de paz a quien quiere la guerra; de perdón a quien siembra venganza; de acogida y solidaridad a quien cierra las puertas y levanta barreras; de vida a quien elige la muerte; de respeto a quien le gusta humillar, insultar y descartar; de fidelidad a quien rechaza todo vínculo y confunde la libertad con un individualismo superficial, opaco y vacío” sin dejarse “atemorizar por las dificultades, ni por las burlas, ni por las oposiciones”.
Y también de forma amable “para ser cercanos a todo hombre y mujer de buena voluntad, con humildad y dulzura, sosteniéndolos en sus fatigas y no despreciando ni rechazando el aporte de ninguno”. “Acoger a todos, todos, todos como la parábola de los invitados al banquete”, recalcó. “Tenemos mucha necesidad de esperanza, necesitamos elevar los ojos hacia horizontes de paz, de fraternidad, de justicia y de solidaridad. Este es el único camino para la vida, no hay otro”, concluyó el Papa recordando que “con la ayuda del Espíritu Santo, con sus dones, podemos recorrerlo juntos y hacerlo cada vez más transitable también para los demás”.