Entre mayo y junio de 1924, Shanghái albergó el llamado Concilio Sinense, el primero y hasta ahora único celebrado por la Iglesia católica china. Con motivo del primer centenario del histórico evento, la Pontificia Universidad Urbaniana ha acogido en Roma, este 21 de mayo, la celebración del Congreso Internacional ‘100 años del Concilium Sinense: entre la historia y el presente’.
Entre los ponentes, además de Francisco, que ha participado con un videomensaje en el que ha reclamado que la misión de la Iglesia debe buscar “evangelizar, no colonizar”, era muy esperada la intervención del obispo de Shanghái, Joseph Shen Bin. Reproducida su conferencia por Fides, ha iniciado la misma sumándose al reconocimiento papal del arzobispo italiano Celso Costantini, que llegó a China en 1922 y, desde el primer día, se entregó por completo a una labor de “inculturación”. Al principio, tuvo que hacerlo de un modo “secreto” y superando muchos “obstáculos”, pero, gracias a su “audacia profética y talento excepcional”, consiguió que “el Evangelio de Cristo arraigara en nuestra tierra y fuera compatible con la sociedad y la cultura chinas”.
Con autocrítica, Shen Bin ha reconocido que, en aquella época, en los territorios de misión de China, la mayoría de los misioneros estaban acostumbrados a la protección ofrecida a la Iglesia por las potencias extranjeras”, que firmaban varios acuerdos con la dinastía imperial Qing por los que obtenían distintas “facilidades y privilegios”. Y ese fue el gran mérito del prelado italiano: “Para Costantini, un catolicismo que ha dependido durante mucho tiempo de misioneros extranjeros, de la protección de potencias extranjeras, y que es calificado por los chinos de ‘religión extranjera’, no llegaría lejos en un país con una larga y profunda tradición cultural como China”.
Fue así como se dio paso a una verdadera “inculturación” y se desplazó a “algunos misioneros que tenían un fuerte sentimiento de superioridad por la cultura europea y una mentalidad colonial cada vez más evidente”. Hasta el punto de que, en su labor pastoral, se escondía también un intento de “colonización cultural: monopolizaban la gestión de las iglesias, discriminaban al clero nativo y tenían arraigados prejuicios contra la cultura tradicional china y la realidad política y social”.
Costantini, que presidió el Concilio Sinense, fue quien supo ver de un modo meridiano cómo, “a medida que crecía el sentimiento nacionalista del pueblo chino, se intensificaba el conflicto entre la Iglesia y el pueblo, y el odio hacia esta se agravaba gradualmente, con enfrentamientos periódicos”. Con su cambio de timón y la asamblea de Shanghái, llegaron los primeros grandes frutos, simbolizados por “la consagración de seis obispos chinos en Roma dos años más tarde”.
Eso sí, nada fue fácil y hubo una “resistencia” local. Hasta el punto de que, en 1949, tras el triunfo comunista en la guerra civil y la fundación de la República Popular China, “solo 29 de las 137 diócesis chinas tenían obispos chinos y solo tres de los 20 arzobispos eran chinos”. Esa era consecuencia, además, de que “la Iglesia católica en China no se había liberado realmente de los poderes extranjeros para convertirse en una obra dirigida por cristianos chinos”, manteniendo “la etiqueta de ‘religión extranjera’”.
Desde esta mirada a la historia, Shen Bin extrae una conclusión clave para el tiempo actual, bajo el régimen comunista: “Desde 1949, la Iglesia en China ha permanecido siempre fiel a su fe católica, aunque ha hecho grandes esfuerzos para adaptarse constantemente al nuevo sistema político. La política de libertad religiosa del Gobierno chino no tiene ningún interés en cambiar la fe católica, sino que solo espera que el clero y los fieles católicos defiendan los intereses del pueblo chino y se liberen del control de potencias extranjeras”.
Algo que también es válido para los muchos años en que el catolicismo ha permanecido dividido entre una Iglesia ‘patriótica’, fiel al régimen, y otra ‘clandestina’, ligada a Roma. Ante esta compleja cuestión, “Zhou Enlai, entonces primer ministro del Consejo de Estado, expresó que comprendía la necesidad de que los católicos chinos estuvieran en comunión con Roma en asuntos espirituales. Y Xi Zhongxun, secretario general del Consejo de Estado, declaró también que el Gobierno no se oponía a que los católicos chinos mantuvieran contactos religiosos con el Vaticano, pero que estos solo se permitían a condición de que no fueran contrarios a los intereses del pueblo chino, que no violaran la soberanía nacional y que el Vaticano cambiara su política hostil hacia la Administración”.
La conclusión del pastor de Shanghái es que “el desarrollo de nuestra Iglesia debe verse desde una perspectiva china. En cuanto a la relación entre Iglesia y Estado, religión y política, debemos volver a lo que dice la Biblia: ‘Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’. Los misioneros occidentales llegaron a China desde lejos y, por costumbre, intencionadamente o no, siguieron el modelo occidental de relaciones Iglesia-Estado, lo que creó una serie de problemas”. Por esa pretendida “superioridad cultural”, surgió “un abismo entre la Iglesia y la sociedad china, que impidió que el Evangelio del amor se difundiera más ampliamente entre el pueblo chino”.
Hoy, para cicatrizar definitivamente las heridas, Shen Bin pide aceptar lo que les demanda el régimen comunista: “Seguir un camino de ‘sinización’ que esté en sintonía con la sociedad y la cultura chinas de hoy”. Así, mientras “el pueblo está llevando a cabo el gran renacimiento de nuestra nación, de manera integral, con una modernización al estilo chino, la Iglesia católica debe avanzar en la misma dirección”. Y es que, aunque “solemos decir que la fe no tiene fronteras”, la realidad es que “los creyentes tienen su propia patria y su propia cultura”.