Entre finales del siglo XVI e inicios del XVII, el jesuita italiano Matteo Ricci fue más lejos que nadie y sembró la semilla del Evangelio en China, abriendo al gigante asiático al alma de Europa y, al mismo tiempo, nutriendo a Occidente con el inmenso tesoro que se encarna en Oriente. Tras morir en 1610 en Pekín, su testigo lo recogieron muchos misioneros, aunque no todos tuvieron el sentido profético de Ricci, quien se inculturó plenamente en la tradición cultural china, hasta el punto de hacerse llamar Lì Madòu.
A lo largo de los siglos, la Iglesia católica, tutelada siempre por las potencias cristianas europeas, que iban estrechando lazos con el Imperio chino, fue aumentando su presencia en el país. Pero a costa de depositar todo el peso en misioneros extranjeros, situados estratégicamente al frente de las comunidades como obispos y sacerdotes, sin rastro, apenas, de unas vocaciones nativas que no se promovían.
Hasta que, más de 300 años después, llegó el gran cambio, protagonizado por el obispo italiano Celso Costantini. Enviado por Pío XI a China como su legado apostólico (el primero en la historia del país), en 1922, pronto fue nombrado arzobispo y tuvo una intuición que cristalizó, entre mayo y junio de 1924 en Shanghái, con la convocatoria del Concilio Sinense, el primero y hasta ahora único celebrado por la Iglesia católica china.
Pasado un siglo, ante el primer centenario del histórico evento, la Pontificia Universidad Urbaniana ha acogido en Roma, este 21 de mayo, el Congreso Internacional ‘100 años del Concilium Sinense: entre la historia y el presente’. La jornada ha supuesto la oportunidad de poner luz en las actuales relaciones entre China y la Santa Sede, marcadas por el Acuerdo Provisional para los nombramientos de obispos, consensuados, desde 2018, entre las autoridades vaticanas y las del régimen comunista.
Pero también ha sido una ocasión única para que este presente se nutra con las aportaciones del pasado. Y a ello se han entregado voces tan autorizadas como las del papa Francisco; el obispo de Shanghái, Joseph Shen Bin; el secretario de Estado vaticano, el cardenal Pietro Parolin; o el cardenal filipino Luis Antonio Tagle, pro-prefecto del Dicasterio para la Primera Evangelización y de las Nuevas Iglesias Particulares. Todos ellos, por cierto, han puesto en el centro de sus intervenciones a Celso Costantini.
Y es que estamos ante una figura trascendental, como reconoció Francisco, que alabó al “gran organizador y presidente” del Sínodo Sinense, destacando que supo aplicar al anhelo de Benedicto XV, que, en 1919 había publicado la ‘Maximum illud’, una ‘Carta Apostólica sobre las Misiones’ en la que, desde una visión “profética”, ya se intuía que la Iglesia debe “evangelizar, no colonizar”.
Para ello, el prelado italiano, “superando perplejidades y resistencias”, tuvo la habilidad de promover “una experiencia auténticamente sinodal”. Así, si bien, “antes del Concilio, muchos no estaban dispuestos a confiar sus diócesis a sacerdotes y obispos nacidos en China”, a raíz de ese encuentro real entre personas con distintos y complementarios carismas, se alumbró una Iglesia “con un rostro cada vez más chino”.
Hasta el punto de que, en 1926, en otro hito para la historia auspiciado por Costantini, seis sacerdotes nacidos en China recibieron la ordenación episcopal en Roma. Los primeros sucesores de los Apóstoles por y para el pueblo chino.
El obispo de Shanghái, Joseph Shen Bin, recordó cómo el pastor italiano, desde el primer día en su país, se entregó por completo a la “inculturación”. Al principio, tuvo que hacerlo de un modo “secreto” y superando muchos “obstáculos”, pero, gracias a su “audacia profética y talento excepcional”, consiguió que “el Evangelio de Cristo arraigara en nuestra tierra y fuera compatible con la sociedad y la cultura chinas”.
Para ello, tuvo que vencer las resistencias de unos misioneros que “estaban acostumbrados a la protección ofrecida a la Iglesia por las potencias extranjeras”, que firmaban varios acuerdos con la dinastía imperial Qing por los que obtenían “facilidades y privilegios”. Y ese fue el gran mérito de Costantini, consciente de que “un catolicismo que ha dependido durante mucho tiempo de misioneros extranjeros, de la protección de potencias extranjeras, y que es calificado por los chinos de ‘religión extranjera’, no llegaría lejos en un país con una larga y profunda tradición cultural como China”.
Y más cuando “algunos misioneros europeos tenían un fuerte sentimiento de superioridad cultural y una mentalidad colonial cada vez más evidente”. Hasta el punto de caer en la “colonización cultural”, “discriminando al clero nativo” por sus “arraigados prejuicios contra la cultura tradicional china y la realidad política y social”.
Costantini supo ver cómo, “a medida que crecía el sentimiento nacionalista del pueblo chino, se intensificaban el conflicto con la Iglesia y el odio hacia esta”. Con su cambio de timón y el Concilio Sinense, llegaron los primeros grandes frutos. Y, a esos primeros seis obispos chinos, se sumaron más. Y más. Pero no los suficientes.
De hecho, como apuntó Shen Bin, en 1949, tras el triunfo comunista en la guerra civil y la fundación de la República Popular China, “solo 29 de las 137 diócesis tenían obispos chinos”. De ahí que se mantuviera “la etiqueta de ‘religión extranjera’”, que ha perjudicado gravemente la presencia eclesial en China hasta la actualidad, derivando incluso, durante décadas, en la división entre una Iglesia ‘patriótica’, fiel al régimen, y otra ‘clandestina’, ligada a Roma.
Costantini, a diferencia de Ricci (la visita a su tumba fue una de las primeras cosas que hizo al pisar la tierra china), no permaneció hasta el final de sus días en el gigante asiático. Muy querido por Pío XI, este le llamó de nuevo a Roma, en 1935, para ser el secretario de la Congregación de Propaganda Fide. Cargo, por cierto, desde el que siempre alentó las nuevas directrices respecto a China: promoción del clero nativo, inculturación y alejamiento de la influencia de las potencias coloniales.
Costantini, quien también llegaría a ser rector de la Pontificia Universidad Urbaniana (la misma que le ha homenajeado esta semana), fue reconocido por Pío XII con el cardenalato, en 1953. Cinco años después, el 17 de octubre de 1958, fallecía en Roma uno de los grandes gigantes de la historia eclesial contemporánea.
Alguien del que Parolin, en su ponencia, recordó este significativo suyo: “El Papa quiere que los católicos chinos amen a su país y sean los mejores entre sus ciudadanos. (…) Él ama a China, vuestra noble y gran nación, y no la sitúa después de ninguna otra”.