Una interrogación, una pregunta. La vida de Eduardo Chillida, por ende su pensamiento, está sujeta a una interpelación permanente. El escultor que dejó apeada la Arquitectura, y al que una entrada machacó la rodilla y le apeó del balompié, siempre andaba a vueltas con sus inquietudes. Fue lector impenitente y se bebió a los místicos.
Tomó prestado de Gerardo Diego un verso que le haría todavía más grande, “Lo profundo es el aire”, y a punto estuvo de vaciar la montaña de Tindaya, en Fuerteventura, en esa ansia de cuestionarse. Este año se cumplía en enero el centenario de su nacimiento, y Chillida-Leku, ese hogar que tiene en Zabalaga –un caserío que es joya pura y unas campas que albergan las estatuas en acero del aita (tan enorme es el terreno que parecen minúsculas sobre el verde: “Un día soñé una utopía: encontrar un espacio donde pudieran descansar mis esculturas y la gente caminara entre ellas como por un bosque”, escribió)– le recibe de nuevo. Vuelven a la casa del padre, en el País Vasco, diez esculturas de la colección de Telefónica. Y la familia –con los padres, Eduardo y Pilar, descansando bajo un magnolio que linda con la casa y junto a una cruz de acero que salió de sus manos, reposando para siempre en la tierra suya– celebra ese reencuentro.
Vuelve Bach a Zabalaga, en forma de casa y de homenaje, el músico que lo era todo para Chillida, el compositor más grande que ha dado la humanidad y fuente de inspiración permanente junto con san Juan de la Cruz. Pero siempre hubo preguntas, momentos de duda a pesar de esa apariencia férrea que destilaba, de ese perfil que parecía labrado y esculpido por él mismo.
“Creo en Dios. Tengo fe. Dios me la dio. La razón quiso quitármela en muchas ocasiones, pero no lo consiguió. Más bien, me ayudó a continuarla, ya que gracias a ella supe que la razón tiene límites y que, por lo tanto, hay espacios a los que la razón no llega. Estos espacios son solo accesibles para la percepción, la intuición y la fe, esa hermosa e inexplicable locura”, escribe en uno de sus cuadernos.
Con esa fe anduvo desde niño y se la transmitió a sus ocho hijos, siempre de la mano de Pili. “Cómo es posible que no haya Dios existiendo el amanecer y la confianza en los ojos de los niños. Cómo es posible que no haya Dios existiendo el azul, el amarillo y el viento (… ). Cómo es posible sin Dios el amanecer y la confianza en los ojos de los niños. Cómo es posible sin Dios el azul, el amarillo y el viento. Cómo es posible sin Dios el amor, la mar y la tormenta”.