El 13 de mayo, la abadesa de las clarisas de Belorado, sor Isabel de la Trinidad, comunicaba que su comunidad abandonaba la Iglesia católica para situarse bajo el amparo de un falso obispo excomulgado que se presenta como Pablo de Rojas, fundador de la llamada Pía Unión San Pablo Apóstol. Más allá de sumarse a las tesis sedevacantistas y negar la autoridad de todo pontífice posterior a Pío XII, esta ruptura tiene otro elemento de fondo: el veto de Roma, tras el aviso del Arzobispado de Burgos y de la Federación de Clarisas de Aránzazu, a una operación de compraventa con dos cenobios vizcaínos, en Orduña y en Derio.
Este suceso ponía sobre la mesa mediática la que viene siendo una preocupación recurrente tanto en obispos como en superiores mayores: cómo gestionar el patrimonio inmobiliario cuando llega la hora del cierre, bien por falta de vocaciones, bien por decisiones vinculadas a otras razones pastorales. O mejor, cómo resolverlo dando esquinazo a especuladores y otros tantos que buscan hacer algo más que negocio con los bienes eclesiales.
Tal y como certificó esta revista hace unos meses, con datos en la mano de la Conferencia Episcopal Española (CEE), en nuestro país cierran una media de entre 20 y 22 monasterios cada año. Cuando, hacia 2017, se clausuraban unos 12 en el curso… Otra consecuencia unida al fin de la presencia de muchos institutos de vida apostólica en pueblos y ciudades, que conlleva clausurar comunidades, colegios, centros sociales, residencias… Razón de más para preguntarse: ¿qué se debe tener en cuenta al abordar una operación tan compleja como una enajenación, que incluye tanto una venta como una donación?
La Comisión Episcopal de Patrimonio Cultural de la CEE promueve una labor de investigación y clarificación a través de sus Jornadas de Estudio e Información. Iniciativas similares también las promueven con cada vez más intensidad la Conferencia Española de Religiosos (CONFER) o Comisión de las Conferencias Episcopales de la Unión Europea (COMECE).
En paralelo, se consolida el proyecto ‘Vida Contemplativa en Sinodalidad’ (VCenS), nacido en 2022, que ofrece una red para los contemplativos de nuestro país. Por ahora, ya se han sumado 15 instituciones, con un centenar de religiosos y religiosas. Además, con el respaldo de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada, la Fundación Porticus y la Universidad de la Mística, donde tiene lugar la formación, la idea es establecer sinergias para afrontar sus distintas problemáticas.
De hecho, de enero a mayo, ha celebrado en Madrid un curso específico sobre gestión del patrimonio inmobiliario. Uno de los organizadores y ponentes en la que ya es la segunda edición del curso es el jesuita Miguel Campo, docente en la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia Comillas. Como confirma a Vida Nueva, ante esta caída vocacional profunda, cuyo principal impacto recae “en los institutos religiosos femeninos”, urge buscar soluciones, siendo clave “afinar un discernimiento sobre el destino de los bienes inmuebles”. Este deberá ser “pastoralmente acertado y jurídicamente correcto”.
A la hora de decidir qué obras se mantienen o se cierran, “el mínimo intocable, y que conlleva una exigencia económica muy fuerte, son las residencias o comunidades en las que viven sus hermanos más ancianos y que no pueden valerse por sí mismos”. A partir de ahí, “muchas comunidades han de plantearse cambiar el uso apostólico de algunas de sus obras para tratar de subsistir. Y, cuando esto no es posible, cerrar y vender sus edificios”.
Cuando esto sucede, se suscitan “una serie de problemas de orden jurídico en relación a los bienes materiales, muebles e inmuebles, propiedad de la persona jurídica”. Sobre los segundos, “fundamentalmente los edificios”, corresponde a “los superiores de los institutos” ejercer una reflexión que incluya una “sana creatividad apostólica”, aunque prevaleciendo siempre “la fidelidad al carisma propio” y “las necesidades de la Iglesia”, desde “un sano sentido de comunión”.
¿En qué se traduce esto? En que, aunque “la plena propiedad” recaiga en el instituto, no se puede olvidar que, en cuanto a que son “bienes eclesiásticos”, estos “pertenecen a la Iglesia universal”, representada por “la Sede Apostólica o por cualquier otra persona jurídica pública en la Iglesia”. Es decir, toda obra ligada a una diócesis o a un instituto religioso pertenece también a la Iglesia y, por tanto, “está sujeta a las disposiciones de la misma acerca de la administración y enajenación de los bienes eclesiásticos”.
Por ello, “las decisiones en torno al patrimonio deberán ser tomadas en un marco de comunión eclesial, teniendo en cuenta la misión propia en el seno de la Iglesia. El carácter sagrado de determinados bienes, o su no uso sórdido en el caso de haberlo perdido, deberá ser tenidos en cuenta. Determinados bienes como altares, imágenes que gozan de veneración por parte de los fieles, reliquias, exvotos y los bienes vinculados al patrimonio artístico-histórico, deberán ser objeto de especial cuidado”. Y, “siempre que sea posible, se debería estudiar detenidamente la posibilidad de una reutilización productiva de los bienes inmuebles, de modo que permanezcan en el patrimonio de la Iglesia y ayuden a las generaciones futuras a poder llevar a cabo la misión”.
Pero, ¿qué ocurre cuando ha de optarse por una venta patrimonial? Aquí, Campo recuerda que “se necesita el consentimiento del obispo”, autoridad eclesiástica que gobierna un territorio, “para que una casa religiosa pueda destinarse a obras apostólicas distintas de aquellas para las que se constituyó”. Lo mismo sucede cuando, “sin llegar a la pérdida del inmueble, se cambia significativamente el sentido de su apostolado”.
En los casos de clausura de la obra, “compete su supresión a la misma autoridad que erigió la persona jurídica”. Aquí entra otro término clave: la enajenación. Si, en la RAE, su primera acepción habla de “pasar o transmitir a alguien el dominio de algo o algún otro derecho sobre ello”, la Iglesia “no tiene una regulación propia sobre contratos, remitiéndose, en todo lo que no sea contrario al Derecho divino o al Derecho canónico, a lo establecido en la legislación civil del territorio”. Eso sí, “en el Derecho de la Iglesia, esto no solo comprende la transmisión del dominio o de otros derechos reales, sino también cualquier operación de la que pueda resultar perjudicada la situación patrimonial de la persona jurídica”.
Algo que ilustra con un ejemplo: “Si un instituto religioso se propone vender un inmueble de su propiedad, y el valor del mismo es de tres millones de euros, para la validez y licitud de la operación se deberá obtener la licencia del superior competente; normalmente, el provincial, con el consentimiento de su consejo. Y, además, por superar la cantidad máxima determinada por la Santa Sede, que se sitúa en 1,5 millones, se requiere la licencia de esta”.
Todo ello sin olvidar otra disposición vaticana del 8 de febrero de 2005, dos meses antes de morir Juan Pablo II, cuando la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada estableció “el deber de recabar el parecer del ordinario [el obispo] del lugar donde está ubicado el bien a enajenar” y evaluar este “la oportunidad de adquirir el bien en igualdad de precio y condiciones”, según “las exigencias pastorales de la diócesis”. Medida considerada “muy conveniente” con el fin de “favorecer las relaciones mutuas entre obispos e institutos y para evitar, en cuanto sea posible, que el patrimonio eclesiástico se empobrezca”.
Tampoco se puede pasar por alto la situación de aquellos bienes inmuebles que, por su valor histórico y artístico, son considerados patrimonio cultural a preservar. Un punto en el que “resulta vinculante lo pactado entre el Estado español y la Santa Sede en los Acuerdos de 1979”. Ahí se fijó la “voluntad” eclesial de cooperar “con el Estado, en sus instancias central, autonómica y local, en una mejor gestión y conservación del patrimonio histórico”. Lo que se traduce en “observar escrupulosamente la normativa civil sobre patrimonio histórico” al gestionar los bienes eclesiásticos de este relieve.
Esta premisa tiene dos consecuencias. La primera es que los bienes eclesiales declarados de interés cultural “podrán ser adquiridos únicamente por una institución eclesiástica, por el Estado o por una entidad de Derecho público, no pudiendo pasar a titularidad privada”. La segunda es que, en ese proceso, “la Administración puede ejercer los derechos de tanteo y retracto”.
Campo cierra su reflexión poniendo la mirada en lo que ya ocurre en otros lugares, como Escocia, donde la mayoría de los que en su día fueron templos son hoy espacios muy alejados de tal fin. En España, ya se ha dado algún caso. El pasado diciembre trascendía que el convento de las Vistillas de Granada, sin actividad desde la salida de las clarisas en 2018, se iba a convertir en un templo budista. La Federación de Budismo Kadampa compró el espacio al grupo inversor que había adquirido el edificio, con cinco siglos de historia, y está prevista su apertura en 2026.
A este respecto, el jesuita recuerda que “el canon 1171 establece que lo destinado al culto debe ser tratado con reverencia y no para un uso profano o impropio. El canon 1269, en la misma línea, reitera este principio aun cuando esos espacios sagrados hubiesen perdido la dedicación o la bendición”. Por ello, cuando se aborde la eventual decisión de enajenar un templo, un monasterio o un convento, “se debería preservar la significación histórica, artística y religiosa del bien”. “Y es que se han dado casos de bares, discotecas y restaurantes situados en lo que fueron iglesias y casas religiosas, normalmente decorados con clara referencia a su anterior uso y con nombres alusivos a los mismos, lo que produce un fuerte rechazo, y aun escándalo, en los fieles”.