Cono Sur

Rubén Capitanio: “Si se olvida la historia se mata la vida”

El sacerdote neuquino recuerda aquella etapa de violencia política y compromiso social de la Iglesia que marcó la vida de la sociedad argentina





El 17 de julio se celebra en Argentina la memoria de los Beatos Mártires riojanos Enrique Angelelli, Gabriel Longueville, Carlos de Dios Murias y Wenceslao Pedernera. Los cuatro mártires fueron asesinados en 1976 durante la dictadura militar por su radical compromiso con los más pobres.



Cuando el padre obispo Marcelo Colombo, promotor de la causa de canonización de los beatos mártires riojanos, acercó sus reliquias a la diócesis de Neuquén ˗que fueron entronizadas en la catedral María Auxiliadora en agosto de 2019˗ el padre Capitanio fue quién las llevó en sus manos al altar.

Rubén Capitanio llegó a la diócesis de Neuquén por invitación del primer obispo y padre conciliar, Don Jaime de Nevares. En sus casi 50 años de sacerdote, sirvió en varias parroquias y fue referente de la Pastoral Social diocesana.

Como dijo muchas veces, “no hay que asesinar la memoria” porque “sin pasado es imposible construir un futuro”. Considerando su trayectoria y testimonio, Vida Nueva lo entrevistó con motivo de la próxima celebración que la Iglesia Argentina marca en su calendario como fecha instituida para los Beatos Mártires Riojanos.

Vivir el Evangelio

PREGUNTA.- Ud. conoció al obispo Angelelli siendo seminarista, ¿nos puede relatar ese encuentro y en qué pudo sentir que su cercanía acompañó su sacerdocio luego?

RESPUESTA.- Con un gran hermano y compañero, luego ejemplar sacerdote de la diócesis de Quilmes, el P. Gino Gardenal, una calurosa tarde de enero de 1973 conocí a san Enrique Angelelli, lo digo así, porque nunca entendí con alguna explicación sensata la diferencia eclesial, no eclesiástica, entre “beato o santo”.

Fue en el obispado de La Rioja, donde este mártir argentino servía como obispo de ese Pueblo crucificado desde siglos por la injusticia social y la omisión de los que se creían “buenos”. El mismo obispo nos abrió la puerta de su austera casa que nada tenía que ver con lo que yo conocía como “Curia” o “palacio episcopal” que eran habituales en aquella época. Nosotros ni nos imaginamos que ese “portero” –de simple sotana color tierra con cuello desprendido– era el obispo diocesano. Nunca pensé que el hombre que desbordando simplicidad amable y fraternidad en serio, que nos recibió esa tarde, sería uno de los referentes eclesiales que empaparía con la Luz del Evangelio mi vida de cristiano y de sacerdote.

Al poco rato, sentados como hermanos en la sencilla mesa de la cocina, compartiendo lo que él pudo conseguir de su desprovista heladera, cuando le dijimos que deseábamos conocer al obispo, mientras nos acercaba una botella con agua fresca nos dijo, como de paso: “bueno, changos, el obispo soy yo”. Y de inmediato comenzó a interesarse por nosotros.

Cada vez que recuerdo aquella escena, en la cocina de Angelelli siento que no sólo es posible vivir el Evangelio en serio, “con la vida” como decía Carlos de Foucauld, sino que me afirmo en que es cada día más necesario para que lleguemos a ser la Iglesia que Jesús soñó y quiere para nuestro Pueblo.

Poco después, caminando La Rioja, seríamos testigos directos de que el obispo Angelelli era el Buen Pastor que ya descubrimos aquella calurosa tarde de enero en su acogedora mesa fraterna.

Amigos y hermanos

P.- Habiendo trabajado por tantos años con Don Jaime de Nevares, primer obispo de la diócesis de Neuquén e incansable trabajador por los Derechos Humanos, ¿qué nos puede decir de la relación entre estos obispos y sus diócesis, habiendo sido ambos padres conciliares?

R.- Puedo decir que eran amigos. Y esto es muy importante. Con sinceridad, debo reconocer que no es común encontrar que los obispos y los curas seamos amigos. Y también nos pasa a los curas. Nos llevamos bien, no nos peleamos, pero ser amigos es otra cosa, es vivir el proyecto de Jesús: “Yo los llamo amigos”. Demasiadas veces el Pueblo nos ve como asociados en una organización buena, o como gerentes de sucursales locales o regionales de la misma empresa, pero siento no es común encontrar que los obispos y los curas seamos amigos ˗y con dolor lo digo˗ el Pueblo no nos ve como amigos, menos como hermanos. Nos encuentra a cada uno muy metido en nuestra manera de “gerenciar la sucursal” que nos encargaron. No quiero generalizar, pero así lo siento porque lo compruebo en muchos lados.

Angelelli y Don Jaime de Nevares eran amigos. Lo escuché directamente de Don Jaime, cuando hablábamos del martirio de su amigo. Caminaron juntos las sesiones del Concilio Vaticano II, el Espíritu Santo encontró sus rostros disponibles a la par para llenar sus corazones de jóvenes Pastores Latinoamericanos. Creo yo que la fe en el Cristo, su pasión por el Evangelio y el amor verdadero por el Pueblo los hermanó en su compromiso episcopal y los hermanó en necesitar hacerse hermanos de los Pobres.

Enrique Angelelli y Jaime de Nevares fueron amigos y hermanos, actitud que no era nada habitual en el resto de los obispos argentinos. Me pregunto si no será por eso que en el clima episcopal eran considerados “bichos raros”.

A esta amistad fraterna ˗también me consta personalmente˗ se sumaron Miguel Hesayne de Viedma y Jorge Novak de Quilmes, contemporáneos en el servicio episcopal de Don Jaime y Angelelli.

Estaba con Hesayne el día que asesinaron a Angelelli y pude ver en su rostro de hombre de Dios el dolor por el crimen de su amigo y hermano.

Por eso, no es causal. Cuando en agosto de 1983 se realizó en nuestra Catedral de Neuquén el primer reconocimiento público del país de que Angelelli había sido asesinado, la Misa fue concelebrada por Nevares, Hesayne y Novak, acompañados por Marcelo Mendiarat, un obispo uruguayo exiliado en la Argentina también por su compromiso con los Pobres.

A esta celebración ˗también me consta personalmente˗ fueron invitados todos los obispos argentinos. “Compromisos anteriormente agendados” fue la excusa protocolar de los pocos que contestaron a la invitación personal que les enviara Don Jaime.

Esta Misa, donde se denunció el asesinato fue motivo judicial de una causa penal, y este expediente fue el inicio de la investigación que muchos años después concluyó que “el obispo Angelelli fue víctima de un asesinato, esperado por la víctima”, dice el fallo judicial del Juzgado interviniente en la causa. Esta información fue aportada a la causa canónica realizada en el Vaticano que llevara a declarar beato ˗santo para mí, insisto˗ a Enrique Angelelli. Fijémonos cómo el ejercicio de la Profecía en el momento oportuno es camino para que la Iglesia resplandezca luego en sus Santos y Mártires.

P.- ¿Qué significó para la Argentina el reconocimiento del martirio del obispo Angelelli y posterior beatificación?

R.- Para el Pueblo Pobre de la Patria, especialmente los riojanos, la ratificación de lo que sintieron desde el primer momento del asesinato de su Pastor, también confirmado por la persecución que sufría la Iglesia riojana.

Para la mayoría de nuestra Iglesia, especialmente religiosos, sacerdotes y obispos, un evento litúrgico especial ˗tipo espectáculo de fuegos artificiales religioso˗ que pasado el momento volvimos a nuestras prácticas religiosas habituales. De hecho, en pocas diócesis de Argentina se hace Memoria celebrativa de Santos Mártires.

No nos dejamos interpelar por el acontecimiento, no nos dejamos empapar por la sangre ofrendada de nuestros mártires, y por eso no resucitamos en ofrendar mejor nuestras vidas desde el Evangelio para todos.

Deuda con los jóvenes

P.- Recientemente, en Argentina se instituyó el 17 de julio como el Día del Animador Bíblico en reconocimiento al beato mártir Wenceslao Pedernera, por su labor evangelizadora. ¿Qué le diría Ud. a quienes hoy son catequistas o agentes de pastoral respecto del mensaje que dejó este hombre?

R.- Lo que digo en mi respuesta anterior se confirma lamentablemente con el desconocimiento mayoritario de quién es san Wenceslao Pedernera. ¿Y cómo van a saber si nadie se lo enseña?

No soy quién para dar mensajes a nadie, pero me animaría a pedirles que averigüen ˗que nos insistan a los curas, hasta que les respondamos˗ quién fue su Mártir patrono, y sobre todo que descubran que llevaba la Palabra de Dios a sus vecinos agricultores abrazada con las ampollas de sus manos por haber trabajado junto con ellos. Porque compartía lo que vivían cada día en su realidad, la catequesis de Wenceslao encontraba tierra fértil en el corazón de sus hermanos campesinos.

P.- Los jóvenes suelen ser desconocedores de la historia por muchas razones, y en este caso de los Beatos Mártires Riojanos. ¿Cómo cree que nuestra historia no tan lejana incide en nuestra historia actual y de qué maneras podemos hacer que la conozcan y puedan dejarse interpelar por ella?

R.- Si se olvida la historia se mata la vida. Cuando te desprendés de las raíces te secás como planta. Nuestra deuda con los jóvenes es no entregarles nuestra historia. Pero no podemos entregar esa historia si no la hacemos propia, si no la asumimos como nuestras raíces necesarias.

Y esto nos pasa mucho como Iglesia, no es muy raro ver que cada curita que llega a una comunidad, cada obispo que llega a una diócesis, piensa y actúa como que esa porción de Iglesia comenzó con ellos. Es como si cada familia comenzara a serlo cada vez que cambia de empleada.

Y entonces, una Iglesia que comienza cada vez que hay un cambio de servidor, termina siendo una Iglesia que parece que está viva, pero sólo continúa, no crece, no vive, no construye el Reino. Con dolor veo que en general los jóvenes, no sólo no están con la Iglesia, sino que no nos creen, no nos sienten como un aporte positivo a sus vidas.

“No nos planteamos salir”

Y no es que no tienen fe, no es que no sienten los valores evangélicos como importantes ˗aunque sin saber que lo son˗, simplemente no les interesamos. Y con más dolor, digo que siento que muchas veces mostramos que no nos interesan, nos conformamos con el grupito de chicos y chicas más que minoritario que merodean en nuestros grupos, pero no nos planteamos a salir ˗a ir en una búsqueda profunda˗ de esa inmensidad de jóvenes que habitan “los confines de la tierra” y que tienen derecho a que nosotros vayamos dejando de esperar cómodamente a que vengan.

No quiero ser negativo, pero sinceramente hoy siento que si no les acercamos nuestra propia historia de Iglesia, mucho menos la historia de nuestro Pueblo, es imposible que podamos aportar cualquier interpelación.

P.- Hablamos mucho de sinodalidad, ¿cómo cree que la gestionaron los beatos mártires en su tiempo dentro de la Iglesia?

R.- Viviendo junto a los Pobres y queriéndolos. No sólo le predicaban y entregaban sacramentos, no solamente les convidaban ropa más o menos usada y alimentos necesarios, los querían. Ellos amaron a la Iglesia porque más amaron a Jesús, y con ese amor amaron con y desde la Iglesia a los Pobres. El Pueblo Pobre sintió que eran queridos, por eso los escucharon, los siguieron, los amaron y los veneran. Por eso, antes que un cardenal rodeado de muchos obispos vinieran a decirles que sus hermanos eran mártires, el Pueblo ya lo sabía. Ese día festejamos contentos que al fin la Iglesia también se había convencido lo que ellos ya sabían desde el primer momento.

Me parece a mí que no es posible ninguna sinodalidad sin cercanía, pero cercanía cariñosa. Si la sinodalidad no está impregnada de Evangelio, sólo serán palabras, documentos, reuniones, buenas intenciones… pero nacerá muerta. Irá al mismo cementerio donde descansan en paz tantos documentos de la Iglesia. La sinodalidad solamente es posible si nos convertimos al amor fraterno concreto, debe ser motivada, construida y cuidada con el amor fraterno sincero y vital. Debemos hacer propia la Oración de Jesús: “danos hoy el amor de cada día”. Si no hay amor de verdad no habrá sinodalidad, porque el Evangelio es amor concreto, a la manera de Jesús.

Primero, los pobres

P.- Déjenos un mensaje que sea realizable desde el corazón de la Iglesia de Jesús, en salida por el Reino, con el corazón, la mente y las manos de todos, todos, todos, como dice Francisco.

R.- Soy un cura viejo. En pocos meses, si Tata Dios quiere, cumpliré 50 años de sacerdote. Soy feliz de serlo y si tuviera que elegir de nuevo, volvería elegir ser sacerdote. Ya viejo, contento, sigo amasando una certeza: ser cristiano es amar a la manera de Jesús y que la única misión de la Iglesia es enseñar a amar amando a todos de acuerdo al Evangelio, y por eso prefiriendo ˗en serio, con hechos concretos˗ a los Pobres. Si la Iglesia no enseña a amar amando, será lo de san Pablo: “campana que suena, liturgia que deslumbra, devoción que entretiene” pero no será la Iglesia de Jesús, el Dios del Amor encarnado.

El Señor me ha regalado, desde chico, el sentir la necesidad de amar a los Pobres, por eso no tengo ningún mérito de mi parte, porque era una necesidad propia. Pero además el Señor me regaló algo más importante que mi necesidad: que los Pobres me quisieran. El amor de los Pobres me hicieron creer en el Dios verdadero, me hicieron conocer el sabor del Evangelio, ese amor formó en mí un corazón sacerdotal de ellos y para ellos. El amor de los Pobres me hizo y hace sentir feliz de ser lo que soy: hombre, cristiano y sacerdote. Jesús y el amor de los Pobres me convencieron de que todo lo que hice y hago por ellos es lo que hago por Dios.

Por eso, siempre primero los Pobres, lo demás es añadidura, buena y necesaria, pero siempre después de los Pobres. Por eso estoy seguro de que sólo si lo que hago lo hago con amor es cuando estoy haciendo algo evangélicamente bueno.

Los Pobres aman a la Iglesia, descubren sus errores e infidelidades, pero no la juzgan y, por eso, aunque no participen mucho la sienten siempre. Saben que falla muchas veces, pero es su madre. Les duele, pero no la condenan, esperan que mejore para sentirla más querible.

Los Pobres también me enseñaron esto: amar a la Iglesia. La critiqué y critico muchas veces, pero la amo siempre. Para mí la Iglesia no es solamente la comunidad de practicantes, ni siquiera la comunidad de Bautizados. Además de todos estos hermanos y hermanas, para mí la Iglesia es la humanidad redimida por el Resucitado que como Cabeza amorosa murió por todos. Por eso, el amor nos hace personas, el amor nos hace Iglesia, el amor nos hace Evangelio, el amor nos hace Cristo que, abrazando a todos los crucificados, sean quienes sean y sean como sean, va resucitando a la humanidad entera de cada tiempo, “hasta el fin de los tiempos”.

Para mí el secreto de toda vida, el secreto de toda felicidad es amar.

Amar como podamos, lo más que podamos, lo mejor que podamos, intentar amar siempre. Amar aunque sintamos nuestros límites para hacerlo. Amar, porque cuando intentamos amar, siempre está arremangado con nosotros el Dios Amor, para hacer que nuestro amar sea semilla real del Reino Eterno.

Foto autorizada por La mañana de Neuquén
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Alicia Ruiz López de Soria, ODN







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