Rosario de Velasco (Madrid, 1904-Barcelona, 1991), según las fotografías enormes que aloja el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, era una mujer de bella sonrisa, estilizada, de cabello oscuro. Una exposición tejida puntada a puntada ha logrado reunir, gracias a la llamada realizada en redes sociales por su sobrina nieta, Toya Viudes, casi cincuenta obras de su mano, la mayoría de ellas en salones o comedores de domicilios particulares.
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- PODCAST: El alto precio de olvidar a los ancianos
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
El suyo es un rescate de una artista enorme a la que aún queda bastante por descubrir. No obstante, esta selección de obras reúne un ‘corpus’ que da la medida ideal de su trabajo. Ahí están las mujeres rotundas, de manos amplias y brazos fuertes, que nos trasladan al Quattrocento italiano y a Mantegna (cuántos ecos comunes se escuchan en las salas, aunque parezcan pintores ella y él tan dispares), que nos hacen ver algo de Maruja Mallo en sus lienzos.
Posición acomodada
De Velasco tuvo una infancia y adolescencia cómodas. Luego llegaría la Guerra Civil, más tarde. Su padre, militar del cuerpo de Caballería, le puso los pinceles en la mano y la recomendaría a quien sería director del Museo del Prado, Álvarez de Sotomayor, como mentor. Su pincelada empezó a no pasar desapercibida. El único inconveniente para algunos jurados que tuvieron que calificarla era su condición de mujer. Liberal, de ideario falangista y con convicciones profundamente católicas, sus modelos eran padres, madres, tatas y hermanos, su mundo más cercano.
A ellos dedica el sobrecogedor ‘La matanza de los inocentes’, cuadro acabado quince días antes del 18 de julio de 1936, premonitorio, quizá, de una fuerza arrolladora, al que da la última pincelada sin saber, o sabiendo, que España se partirá en dos. Ella, por su ideología huye a Barcelona y allí es encarcelada en la Modelo, donde solo pasará una noche y de donde logra salir en una carretilla, oculta tras una montaña de ropa sucia.
El médico que la ayudó, y con quien después se casaría, fue su ángel salvador. Su compañera de celda fue fusilada a la mañana siguiente. De su particular Biblia sale también el rotundo y redondo ‘Adán y Eva’, de 1932, que tanto tiene de Henri Rousseau y más de Alfonso Ponce de León, un mundo en sí mismo, quizá en ese escorzo, en la toma cenital de la pintura.