“Una retirada a tiempo es una victoria”, musitó en enero de 1989 parafraseando a Napoleón. En aquel mes, Manuel Fraga retornó a la presidencia de una Alianza Popular que mudaba su piel al Partido Popular, defenestrando a Antonio Hernández Mancha, el treintañero que dos años antes se había hecho con las riendas de un partido en bancarrota.
El extremeño salió de escena sin hacer ruido y ha guardado un obstinado silencio durante 35 años. Un mutismo que rompe para reivindicar su legado, convencido de que fue el hacedor de la reconversión del “partido de los carcas y los franquistas” en el partido de centroderecha que llegó a la Moncloa siete años después. Ha pasado ya tiempo suficiente como para sacar a la luz cosas que no se conocían y lo hace en su libro: ‘Secretos de mi partido’ (Almuzara).
PREGUNTA.- ¿Por qué se fue?
RESPUESTA.- Porque me di cuenta de que era incapaz de controlar el grupo parlamentario del partido que presidía. Nunca se me perdonó haber derrotado en un congreso democrático a su entonces líder, Miguel Herrero.
P.- ¿Usted vio venir aquello que se convertiría en el caso Gürtel?
R.- Había suprimido la falta de transparencia porque podía tener consecuencias. Pero fui el primer sorprendido, no esperé que fuera a ocurrir nada de lo que luego hemos visto. (…)
P.- Los lectores querrán saber qué ha sido de usted todo este tiempo, en qué ocupaba su tiempo libre…
R.- He vuelto a ser lo que siempre fui: primero abogado del Estado, pedí la excedencia y me dediqué a la abogacía particular, y en eso he ocupado los últimos 34 años. Además, me he dedicado a mi familia por completo, ya que tengo dos hijos y dos nietos.
P.- ¿Qué opinión le merece el papa Francisco?
R.- Quizás este hombre fuera necesario para la Iglesia, para “vulgarizarla”, en el buen sentido del término, es decir: acercarla al pueblo. Solo hay que recordarle que sea un poco más cuidadoso con algunos pronunciamientos políticos.
P.- ¿Es usted creyente?
R.- Creo en Dios porque lo contrario me parece absurdo. Si Dios no existiera, habría que inventarlo porque es el único consuelo que tenemos ante la desesperanza.